"Vía soberbia, grandiosa y elegante que asciende por todo el medio de la pared nord de Diables".
Una frase así es como un rebaño de ovejas cruzando la carretera frente a tu coche: te obliga a detenerte. Sobretodo si eres un escalador de vías largas. Si sabes que es una cara norte, de las más largas de Montserrat. Una frase así es como una picada de pulga: te produce tal comezón que necesitas aliviarla.
El tiempo en que vivimos cultiva la inmediatez y el alivio. Fue suficiente teclear "GAM de Diables" en Google para tener dos acertadas reseñas de la vía, con descripción de dificultad y seguros además de una buena cantidad de fotos.
Eso nos da más material para que el deseo haga presa en nosotros. Básicamente porque el mapa no es el territorio. Quieres saber a que equivalen en la roca los trazos del croquis, quieres conocer los diedros y fisuras reseñados y pruebas a imaginarlos una y otra vez. Pero la sed quiere agua.
Antiguamente había que localizar a alguien que la hubiera ascendido o preguntar en el centro excursionista a los más experimentados: recabar información de aquí y de allá, más o menos incompleta. Podías, tal vez, hacerte una idea imprecisa de la dificultad y el estado de la vía.
Antaño las cosas eran más lentas y había que esforzarse mucho para conseguirlas. Había más distancia entre el deseo y su consecución, cosa muy sana para el ego. Había que pasarse horas y días mirando una pared para encontrarle el camino de menor resistencia, la línea más lógica de ascensión.
Era necesario mucho empeño para juntar a un grupo de escaladores de la sección del Grupo de Alta Montaña (G.A.M.), unir esfuerzos, material y arrojo como para enfrentarse a una pared poco frecuentada, tan temible. Una pared llamada de Diables (diablos) por las caras de esos seres que pueden verse en el relieve de sus líneas con la luz y sombra adecuada. Un nombre que evoca además el temor ante una verticalidad severa.
Había que esperar a que otra cordada, la de Manel Cervera y David Vergés, se bajaran de la vía bloqueados por el gran techo de 12 metros al que les habían conducido las debilidades de la pared. Un techo visible desde kilómetros de distancia. No es que no supieran que estaba ahí.
Ocho años de paciencia. Una línea olvidada o un proyecto en maduración. Ocho años después de aquel primer intento, consiguieron completar la vía un equipo de dos cordadas que unieron la parte inferior, ya abierta, con la superior, que prepararon previamente desde arriba. Fue la primera vez que se haría de ese modo en Montserrat.
Había que tener impulso y tesón para volver a ascender ese camino ya franqueado con una idea en mente. Una idea clarividente, una tirada maestra. Igual que hizo Alejandro con el nudo gordiano, imposible de deshacer. Cogió su espada y lo cortó por el medio.
Así lo hicieron. Burilaron el techo de un extremo a otro. Desde su base hasta la punta para superarlo en técnica artificial, es decir, colgados de los seguros en el vacío y con la ayuda de estribos.
Como una polilla boca abajo posada en el techo de la cocina, atraída por la luz del fanal.
Avanzando paso a paso, metro a metro, con el gran vacío a sus pies. Más de 150 metros de aire entre los pies y el suelo. Hasta que, en el puro borde de la roca la vertical vuelve a imponerse y da paso a otros diedros. Tras un esfuerzo final para salir a la placa, los pies vuelven a encontrar dónde posarse.
Eso fue hace más de 40 años. Con los materiales de entonces: mosquetones de hierro, cuerdas de algo poco mejor que el cáñamo, botas en vez de los modernos pies de gato. La primera ascensión la realizaron Remi Bresco, Lluís Costa, Ramon Galí i Salvador Ubach en diciembre de 1970. La cordada de Remi Bresco y Ramon Galí, en tres intentos, consiguen superar el gran techo, paso clave de la vía. Tras dos días en la pared se les une la cordada de Salvador Ubach y Lluís Costa. Ayudándose mutuamente consiguen llegar a la cima y completar la vía. Lo que hicieron, como lo hicieron y con lo que lo hicieron es digno de admiración.
La ascensión hoy en día es un pequeño reto para el escalador actual, hijo de su tiempo, poseedor de material técnico y en buena forma física. No deberá dormir en la pequeña cueva de la segunda reunión o en la repisa bajo el enorme techo, como era habitual años después de su primera ascensión. Entonces tan sólo un puñado de experimentados escaladores, buenos conocedores de la zona, se atrevían a intentarla.
Es un buen ejemplo del enorme cambio sufrido en la escalada en los últimos cuarenta años, básicamente por la evolución del material y la gran difusion existente. Casi parece una falta de respeto a los primeros ascensionistas el subir la vía en tan sólo unas horas. Sin embargo, es una manera de comprender la vía en su esencia, de sentirla en tus manos, de rendir homenaje al acierto de unos hombres duros y tenaces. Hombres con la habilidad suficiente para despejar la incógnita del techo y salir triunfantes a la cima de la pared. Que no contaban con la ligereza de nuestro material. Ni con la ayuda de los parabolts, seguras fijaciones ancladas en la pared para proteger de una caída o ayudar en la progresión. No tenían aliens, ni camalots, ni falta que les hacía.
Nosotros sí y buen uso que hicimos de ellos.
Mi compañero de cordada, conocido por Jota o el Maño es alguien locuaz, sólido y polivalente en la pared. Pese a ser alto y fuerte no es corpulento, sino ágil. Se mueve como una ardilla. Unas semanas antes me había traído a Montserrat, su escuela de juventud, a ascender otra gran vía a la pared de Diables, la Sánchez-Martínez. Para mi fue como una revelación: una vía espléndida, con un gran ambiente y escalada muy variada (chimenea, fisuras, placas bajo techos anaranjados, conglomerado montserratino) La propuesta fue volver a la pared de Diables a por la GAM.
Un día de finales de marzo del 2011 nos acercamos a las montañas que son el símbolo de Cataluña. La niebla estaba pegada a la pared pero no era espesa. El frío no era excesivo pese a ser una cara norte. No es la época más común para escalarla pero lo creímos factible. Preparamos el material y las cuerdas e hicimos la aproximación a la pared. Lo leído y visto en casa va cobrando forma: los relieves se acentuan al ir acercándonos a la pared, su tamaño gigantesco nos pone rápidamente en nuestro sitio: dos hormigas frente a una casa de dos pisos. Las hormigas, no obstante, suben mejor.
Lentamente se van sucediendo los pormenores de la ascensión.
Pese a que mi compañero ya había escalado esta ruta hace 15 años ( o por ello...) no encontramos la entrada. Empezamos a escalar por donde creemos que va. Jota encuentra una línea de antiguos buriles y la sigue, tal vez más a la derecha de la ruta. Hay una canal con unos arbolillos pero la roca no es firme, se le queda entre los dedos. La línea de buriles le deja en mitad de una placa, sin más seguros visibles hacia arriba.
Las habilidades de un patrón de velero son necesarias en este tipo de escaladas: desplegar las velas, otear el horizonte y las crestas de las olas para saber de dónde sopla el viento y cómo encontrar el rumbo.
Mi compañero flanquea varios metros a la izquierda, pasa por debajo de un gran desconchado y monta reunión en una repisa con un árbol y un buril. Ve la línea aún más a la izquierda. Un pequeño diedro y una línea de parabolts confirma que entramos en ruta.
Llego hasta él siguiendo el camino que me ha marcado. Recojo el material colocado en la pared y le alcanzo. Vuelve a tirar él de primero de cuerda: quiere ponerse en la vía. Le paso el material recogido y sube al diedro. En unos pocos metros llega a lo que era la primera reunión, tras un flanqueo de presas finas, y se asegura a los firmes parabolts. Le sigo y me pongo en cabeza.
Así se van sucediendo las tiradas: uno recoge lo que el otro usó para asegurarse y al revés. Intercambiamos instrucciones sencillas y claras convenidas de antemano: escalando es necesario tener claro lo que se hace en cada momento. Tan sólo en las reuniones, bien anclados, comentamos abiertamente los detalles de la ruta.
El largo siguiente es hermoso: un diedro anaranjado con una fisura que es la clave para ascenderlo. Escalada de diedro, con oposición, técnica de bavaresa.... nombres extraños para unos movimientos que surgen naturalmente, espontáneamente. Es como una ecuación que nuestro cuerpo resuelve sin necesitar pensarla. Te colocas, ves los agarres y sabes lo que tienes que hacer. Sin más.
Voy pasando material de todas las épocas en la fisura: clavos, algunos oxidados y otros nuevos, tacos de madera encastados en la fisura con el cordino descolorido, también brillantes parabolts. Me aseguro a ellos colocando una cinta y pasando la cuerda por el mosquetón inferior. Donde puedo me autoaseguro colocando friends en la fisura.
La reunión es en una cueva donde caben varias persona agachadas. Llega Jota. Risas y bromas: la concentración y la camaradería van de la mano en este quehacer. Sigue él, me pasa su cámara para retratarle con el Cavall Bernat al fondo: "vaya... ¡cómo recortas silueta!...". Una placa en artificial y sigue otro diedro en tendencia a la izquierda. El próximo es semejante al anterior, un diedro quizás algo más abierto que asciende, de nuevo, a la izquierda.
La niebla ha desaparecido con el calor del sol. El cielo brilla azul, despejado. Tan sólo hay alguna nube hacia el oeste. El suelo se ve desdibujado: según vamos ganando altura perdemos la referencia del tamaño de las cosas. Vemos la alfombra de vegetación abajo, la carretera por la que pasa algún coche, pequeño como un escarabajo. El vacío va ensanchándose a nuestros pies conforme ascendemos.
Tras cinco largos de cuerda los diedros se terminan. Llegamos a una ancha repisa con seguros de todas las épocas unidos por un viejo alambre. Encima nuestro está el gran techo, a un largo de distancia. Largo que gestiona Jota con destreza de fifi, estribos y plaquetas recuperables. Se alternan seguros viejos y nuevos: de los necesarios nos colgamos.
El largo siguiente es el Techo, con mayúscula. Me toca hacerlo y no lo pienso mucho, no vaya a ser que me quede paralizado. Mi estrategia para hacer frente a los momentos de máxima vibración es concentrarme en lo que estoy haciendo. Respirar hondo. Un paso detrás de otro.
El primer tramo es fácil, me dice Jota, V+. Va por la placa dónde nace el gran techo. Una línea de parabolts te conduce hasta el borde, dónde no queda más remedio que encarar el desplome. Yo no le escucho. Voy atento, sin dejar fisuras entre un pensamiento y el siguiente. Pongo una cinta, me cojo, paso la cuerda, avanzo, pongo otra en el próximo seguro. Cuando desploma saco el estribo, que entra en la danza del orden perfecto: pongo una cinta, paso la cuerda, me subo al estribo, me chapo a la siguiente. Así, haciendo lo que tengo que hacer en cada momento, llego con ligereza al borde del techo.
Allí encuentro una cinta característica, que conozco bien. Debió ser olvidada por Roger, el comepiedras, cuando hizo esta misma vía en noviembre del año pasado. La última cordada de la temporada anterior y la primera de ésta han sido lleidatanas. La uso para asegurarme. Mi compañero la recogerá luego para devolvérsela.
Sólo allí, a punto de salir ya a la placa, miro abajo. Veo mis pies, colgando, la pared que desciende y el espacio vacío. La altura vuelve borrosos los detalles del suelo. Por un momento parece que se detiene el tiempo...pero no. Los pájaros cantan, la pared está ahí, Jota me hace una foto en el borde. Sigo subiendo. Canto reunión y es su vez. Recupero las cuerdas y enseguida se reúne conmigo.
El largo siguiente es suyo. Ahora la ruta cambia de tendencia, como las elecciones. Después de bastantes largos con tendencia a la izquierda, ahora la vía va a la derecha hasta casi la cima. Es un largo de ir enhebrando diedros y placas con nuestra cuerda dónde puedes perderte fácilmente en las olas de roca... Jota enfila el rumbo hábilmente.
Tiro yo en una placa lisa. Una fisura en un diedro diagonal que me acompaña a la izquierda me deja asegurarme. Hay clavos emplazados, algún parabolt en la placa, de vez en cuando entra un alien o un friend en las oquedades de la fisura.
Las manos se van llenando de las rugosidades de la roca, adaptándose a ellas, buscándoles la postura. Cada agarre tiene un mudra: una posición de los dedos que lo complementa. El escalador lee la roca con las manos como un ciego lee en braille. Encontrado el gesto, el cuerpo se afianza y se mueve hacia adelante, a leer el próximo paso, buscando constantemente...
En la reunión viene el descanso, la pausa, se asola lo aprendido con los dedos mientras se asegura al compañero que baila ahora en la roca.
Sístole y diástole. Acción y reposo se suceden en ciclos repetitivos como, en gran escala, el día y la noche. Verano e invierno. Sintonizamos con un ritmo que está en todo a nuestro alrededor y pasamos a formar parte de ello. Como las hormigas, seguimos ascendiendo, lentos pero constantes, con un objetivo: la cima. O el hormiguero.
Aún un largo se endereza y Jota se pelea con un tramo bien vertical, con buenos agarres. Coloca varios seguros. Por fin la pared cede verticalidad y se inclina hacia adelante. Es la última tirada hacia la cumbre. La dificultad se suaviza pero seguimos atentos, hay piedra suelta.
Finalmente suelo bajo nuestros pies. Llega el compañero. Chocamos las manos mirándonos a los ojos. Alegres. Emocionados. Nos volvemos para contemplarlo todo.
Creo que muchas ascensiones nacen por la voluntad de vivir este momento: esos instantes de plenitud que experimentamos ahora en la cumbre. Satisfechos, ufanos, orgullosos. De estar ahí. De ver la vista. Sorbiendo el paisaje a grandes tragos. Nos hemos ganado el privilegio de hacerlo. Es nuestro premio.
Suele haber unos instantes de silencio compartido, como queriendo prolongar el momento. Aquí hasta el viento frío es perfecto. Hay tiempo también para unas fotos.
Al rato acaba imponiéndose el cansancio, o el hambre, o la sed, o el frío, o la cercana puesta de sol. Las ganas de bajar. Aquello que nos hizo subir nos pide descender, por más idealistas que queramos ser. Cumplida la meta, volvemos guardando esos instantes preciosos en la memoria. Pasada la magia viene el momento de rememorarla. Bajando vuelven las ganas de hablar y comentamos las jugadas.
Descendemos por la canal dels avellaners después de comer unas barritas y cambiar el calzado de escalada por unas deportivas. La pendiente es pronunciada y vamos agarrándonos a los troncos de los árboles, altos y delgados que se alzan buscando la luz. Jota me cuenta que hay otro descenso más allá al que llaman la canal del mejillón: al parecer abundan por el suelo, entre los árboles. Tiempo atrás había un restaurante en lo alto del precipicio del que ahora bajamos.
Uno no sabe nunca las sorpresas que puede encontrarse cuando decide echarse a los montes y probar la ascensión de una gran ruta clásica de Montserrat. Una vía soberbia, grandiosa en su relieve, gestación y ambiente. Una vía lógica y elegante, una vía para recordar cuando seamos viejos y, tal vez, nos tiemblen las manos o nos queden engarfiadas por tantos años subiendo paredes. Una vía para volver a ascender con la memoria recostados en el sofá, con una manta cubriéndonos las rodillas o rodeados de nuestros nietos.
Es posible que pensar que subimos por ahí sea una razón, banal o no, para justificar nuestra existencia.
Una frase así es como un rebaño de ovejas cruzando la carretera frente a tu coche: te obliga a detenerte. Sobretodo si eres un escalador de vías largas. Si sabes que es una cara norte, de las más largas de Montserrat. Una frase así es como una picada de pulga: te produce tal comezón que necesitas aliviarla.
El tiempo en que vivimos cultiva la inmediatez y el alivio. Fue suficiente teclear "GAM de Diables" en Google para tener dos acertadas reseñas de la vía, con descripción de dificultad y seguros además de una buena cantidad de fotos.
Eso nos da más material para que el deseo haga presa en nosotros. Básicamente porque el mapa no es el territorio. Quieres saber a que equivalen en la roca los trazos del croquis, quieres conocer los diedros y fisuras reseñados y pruebas a imaginarlos una y otra vez. Pero la sed quiere agua.
Antiguamente había que localizar a alguien que la hubiera ascendido o preguntar en el centro excursionista a los más experimentados: recabar información de aquí y de allá, más o menos incompleta. Podías, tal vez, hacerte una idea imprecisa de la dificultad y el estado de la vía.
Antaño las cosas eran más lentas y había que esforzarse mucho para conseguirlas. Había más distancia entre el deseo y su consecución, cosa muy sana para el ego. Había que pasarse horas y días mirando una pared para encontrarle el camino de menor resistencia, la línea más lógica de ascensión.
Era necesario mucho empeño para juntar a un grupo de escaladores de la sección del Grupo de Alta Montaña (G.A.M.), unir esfuerzos, material y arrojo como para enfrentarse a una pared poco frecuentada, tan temible. Una pared llamada de Diables (diablos) por las caras de esos seres que pueden verse en el relieve de sus líneas con la luz y sombra adecuada. Un nombre que evoca además el temor ante una verticalidad severa.
(foto extraída del blog de Armand Ballart: Teràpia Vertical)
Había que esperar a que otra cordada, la de Manel Cervera y David Vergés, se bajaran de la vía bloqueados por el gran techo de 12 metros al que les habían conducido las debilidades de la pared. Un techo visible desde kilómetros de distancia. No es que no supieran que estaba ahí.
Ocho años de paciencia. Una línea olvidada o un proyecto en maduración. Ocho años después de aquel primer intento, consiguieron completar la vía un equipo de dos cordadas que unieron la parte inferior, ya abierta, con la superior, que prepararon previamente desde arriba. Fue la primera vez que se haría de ese modo en Montserrat.
Había que tener impulso y tesón para volver a ascender ese camino ya franqueado con una idea en mente. Una idea clarividente, una tirada maestra. Igual que hizo Alejandro con el nudo gordiano, imposible de deshacer. Cogió su espada y lo cortó por el medio.
Así lo hicieron. Burilaron el techo de un extremo a otro. Desde su base hasta la punta para superarlo en técnica artificial, es decir, colgados de los seguros en el vacío y con la ayuda de estribos.
Como una polilla boca abajo posada en el techo de la cocina, atraída por la luz del fanal.
Avanzando paso a paso, metro a metro, con el gran vacío a sus pies. Más de 150 metros de aire entre los pies y el suelo. Hasta que, en el puro borde de la roca la vertical vuelve a imponerse y da paso a otros diedros. Tras un esfuerzo final para salir a la placa, los pies vuelven a encontrar dónde posarse.
Eso fue hace más de 40 años. Con los materiales de entonces: mosquetones de hierro, cuerdas de algo poco mejor que el cáñamo, botas en vez de los modernos pies de gato. La primera ascensión la realizaron Remi Bresco, Lluís Costa, Ramon Galí i Salvador Ubach en diciembre de 1970. La cordada de Remi Bresco y Ramon Galí, en tres intentos, consiguen superar el gran techo, paso clave de la vía. Tras dos días en la pared se les une la cordada de Salvador Ubach y Lluís Costa. Ayudándose mutuamente consiguen llegar a la cima y completar la vía. Lo que hicieron, como lo hicieron y con lo que lo hicieron es digno de admiración.
La ascensión hoy en día es un pequeño reto para el escalador actual, hijo de su tiempo, poseedor de material técnico y en buena forma física. No deberá dormir en la pequeña cueva de la segunda reunión o en la repisa bajo el enorme techo, como era habitual años después de su primera ascensión. Entonces tan sólo un puñado de experimentados escaladores, buenos conocedores de la zona, se atrevían a intentarla.
Es un buen ejemplo del enorme cambio sufrido en la escalada en los últimos cuarenta años, básicamente por la evolución del material y la gran difusion existente. Casi parece una falta de respeto a los primeros ascensionistas el subir la vía en tan sólo unas horas. Sin embargo, es una manera de comprender la vía en su esencia, de sentirla en tus manos, de rendir homenaje al acierto de unos hombres duros y tenaces. Hombres con la habilidad suficiente para despejar la incógnita del techo y salir triunfantes a la cima de la pared. Que no contaban con la ligereza de nuestro material. Ni con la ayuda de los parabolts, seguras fijaciones ancladas en la pared para proteger de una caída o ayudar en la progresión. No tenían aliens, ni camalots, ni falta que les hacía.
Nosotros sí y buen uso que hicimos de ellos.
Mi compañero de cordada, conocido por Jota o el Maño es alguien locuaz, sólido y polivalente en la pared. Pese a ser alto y fuerte no es corpulento, sino ágil. Se mueve como una ardilla. Unas semanas antes me había traído a Montserrat, su escuela de juventud, a ascender otra gran vía a la pared de Diables, la Sánchez-Martínez. Para mi fue como una revelación: una vía espléndida, con un gran ambiente y escalada muy variada (chimenea, fisuras, placas bajo techos anaranjados, conglomerado montserratino) La propuesta fue volver a la pared de Diables a por la GAM.
Un día de finales de marzo del 2011 nos acercamos a las montañas que son el símbolo de Cataluña. La niebla estaba pegada a la pared pero no era espesa. El frío no era excesivo pese a ser una cara norte. No es la época más común para escalarla pero lo creímos factible. Preparamos el material y las cuerdas e hicimos la aproximación a la pared. Lo leído y visto en casa va cobrando forma: los relieves se acentuan al ir acercándonos a la pared, su tamaño gigantesco nos pone rápidamente en nuestro sitio: dos hormigas frente a una casa de dos pisos. Las hormigas, no obstante, suben mejor.
Lentamente se van sucediendo los pormenores de la ascensión.
Pese a que mi compañero ya había escalado esta ruta hace 15 años ( o por ello...) no encontramos la entrada. Empezamos a escalar por donde creemos que va. Jota encuentra una línea de antiguos buriles y la sigue, tal vez más a la derecha de la ruta. Hay una canal con unos arbolillos pero la roca no es firme, se le queda entre los dedos. La línea de buriles le deja en mitad de una placa, sin más seguros visibles hacia arriba.
Las habilidades de un patrón de velero son necesarias en este tipo de escaladas: desplegar las velas, otear el horizonte y las crestas de las olas para saber de dónde sopla el viento y cómo encontrar el rumbo.
Mi compañero flanquea varios metros a la izquierda, pasa por debajo de un gran desconchado y monta reunión en una repisa con un árbol y un buril. Ve la línea aún más a la izquierda. Un pequeño diedro y una línea de parabolts confirma que entramos en ruta.
Llego hasta él siguiendo el camino que me ha marcado. Recojo el material colocado en la pared y le alcanzo. Vuelve a tirar él de primero de cuerda: quiere ponerse en la vía. Le paso el material recogido y sube al diedro. En unos pocos metros llega a lo que era la primera reunión, tras un flanqueo de presas finas, y se asegura a los firmes parabolts. Le sigo y me pongo en cabeza.
Así se van sucediendo las tiradas: uno recoge lo que el otro usó para asegurarse y al revés. Intercambiamos instrucciones sencillas y claras convenidas de antemano: escalando es necesario tener claro lo que se hace en cada momento. Tan sólo en las reuniones, bien anclados, comentamos abiertamente los detalles de la ruta.
El largo siguiente es hermoso: un diedro anaranjado con una fisura que es la clave para ascenderlo. Escalada de diedro, con oposición, técnica de bavaresa.... nombres extraños para unos movimientos que surgen naturalmente, espontáneamente. Es como una ecuación que nuestro cuerpo resuelve sin necesitar pensarla. Te colocas, ves los agarres y sabes lo que tienes que hacer. Sin más.
Voy pasando material de todas las épocas en la fisura: clavos, algunos oxidados y otros nuevos, tacos de madera encastados en la fisura con el cordino descolorido, también brillantes parabolts. Me aseguro a ellos colocando una cinta y pasando la cuerda por el mosquetón inferior. Donde puedo me autoaseguro colocando friends en la fisura.
La reunión es en una cueva donde caben varias persona agachadas. Llega Jota. Risas y bromas: la concentración y la camaradería van de la mano en este quehacer. Sigue él, me pasa su cámara para retratarle con el Cavall Bernat al fondo: "vaya... ¡cómo recortas silueta!...". Una placa en artificial y sigue otro diedro en tendencia a la izquierda. El próximo es semejante al anterior, un diedro quizás algo más abierto que asciende, de nuevo, a la izquierda.
La niebla ha desaparecido con el calor del sol. El cielo brilla azul, despejado. Tan sólo hay alguna nube hacia el oeste. El suelo se ve desdibujado: según vamos ganando altura perdemos la referencia del tamaño de las cosas. Vemos la alfombra de vegetación abajo, la carretera por la que pasa algún coche, pequeño como un escarabajo. El vacío va ensanchándose a nuestros pies conforme ascendemos.
Tras cinco largos de cuerda los diedros se terminan. Llegamos a una ancha repisa con seguros de todas las épocas unidos por un viejo alambre. Encima nuestro está el gran techo, a un largo de distancia. Largo que gestiona Jota con destreza de fifi, estribos y plaquetas recuperables. Se alternan seguros viejos y nuevos: de los necesarios nos colgamos.
El largo siguiente es el Techo, con mayúscula. Me toca hacerlo y no lo pienso mucho, no vaya a ser que me quede paralizado. Mi estrategia para hacer frente a los momentos de máxima vibración es concentrarme en lo que estoy haciendo. Respirar hondo. Un paso detrás de otro.
El primer tramo es fácil, me dice Jota, V+. Va por la placa dónde nace el gran techo. Una línea de parabolts te conduce hasta el borde, dónde no queda más remedio que encarar el desplome. Yo no le escucho. Voy atento, sin dejar fisuras entre un pensamiento y el siguiente. Pongo una cinta, me cojo, paso la cuerda, avanzo, pongo otra en el próximo seguro. Cuando desploma saco el estribo, que entra en la danza del orden perfecto: pongo una cinta, paso la cuerda, me subo al estribo, me chapo a la siguiente. Así, haciendo lo que tengo que hacer en cada momento, llego con ligereza al borde del techo.
Allí encuentro una cinta característica, que conozco bien. Debió ser olvidada por Roger, el comepiedras, cuando hizo esta misma vía en noviembre del año pasado. La última cordada de la temporada anterior y la primera de ésta han sido lleidatanas. La uso para asegurarme. Mi compañero la recogerá luego para devolvérsela.
Sólo allí, a punto de salir ya a la placa, miro abajo. Veo mis pies, colgando, la pared que desciende y el espacio vacío. La altura vuelve borrosos los detalles del suelo. Por un momento parece que se detiene el tiempo...pero no. Los pájaros cantan, la pared está ahí, Jota me hace una foto en el borde. Sigo subiendo. Canto reunión y es su vez. Recupero las cuerdas y enseguida se reúne conmigo.
El largo siguiente es suyo. Ahora la ruta cambia de tendencia, como las elecciones. Después de bastantes largos con tendencia a la izquierda, ahora la vía va a la derecha hasta casi la cima. Es un largo de ir enhebrando diedros y placas con nuestra cuerda dónde puedes perderte fácilmente en las olas de roca... Jota enfila el rumbo hábilmente.
Tiro yo en una placa lisa. Una fisura en un diedro diagonal que me acompaña a la izquierda me deja asegurarme. Hay clavos emplazados, algún parabolt en la placa, de vez en cuando entra un alien o un friend en las oquedades de la fisura.
Las manos se van llenando de las rugosidades de la roca, adaptándose a ellas, buscándoles la postura. Cada agarre tiene un mudra: una posición de los dedos que lo complementa. El escalador lee la roca con las manos como un ciego lee en braille. Encontrado el gesto, el cuerpo se afianza y se mueve hacia adelante, a leer el próximo paso, buscando constantemente...
En la reunión viene el descanso, la pausa, se asola lo aprendido con los dedos mientras se asegura al compañero que baila ahora en la roca.
Sístole y diástole. Acción y reposo se suceden en ciclos repetitivos como, en gran escala, el día y la noche. Verano e invierno. Sintonizamos con un ritmo que está en todo a nuestro alrededor y pasamos a formar parte de ello. Como las hormigas, seguimos ascendiendo, lentos pero constantes, con un objetivo: la cima. O el hormiguero.
Aún un largo se endereza y Jota se pelea con un tramo bien vertical, con buenos agarres. Coloca varios seguros. Por fin la pared cede verticalidad y se inclina hacia adelante. Es la última tirada hacia la cumbre. La dificultad se suaviza pero seguimos atentos, hay piedra suelta.
Finalmente suelo bajo nuestros pies. Llega el compañero. Chocamos las manos mirándonos a los ojos. Alegres. Emocionados. Nos volvemos para contemplarlo todo.
Creo que muchas ascensiones nacen por la voluntad de vivir este momento: esos instantes de plenitud que experimentamos ahora en la cumbre. Satisfechos, ufanos, orgullosos. De estar ahí. De ver la vista. Sorbiendo el paisaje a grandes tragos. Nos hemos ganado el privilegio de hacerlo. Es nuestro premio.
Suele haber unos instantes de silencio compartido, como queriendo prolongar el momento. Aquí hasta el viento frío es perfecto. Hay tiempo también para unas fotos.
Al rato acaba imponiéndose el cansancio, o el hambre, o la sed, o el frío, o la cercana puesta de sol. Las ganas de bajar. Aquello que nos hizo subir nos pide descender, por más idealistas que queramos ser. Cumplida la meta, volvemos guardando esos instantes preciosos en la memoria. Pasada la magia viene el momento de rememorarla. Bajando vuelven las ganas de hablar y comentamos las jugadas.
Descendemos por la canal dels avellaners después de comer unas barritas y cambiar el calzado de escalada por unas deportivas. La pendiente es pronunciada y vamos agarrándonos a los troncos de los árboles, altos y delgados que se alzan buscando la luz. Jota me cuenta que hay otro descenso más allá al que llaman la canal del mejillón: al parecer abundan por el suelo, entre los árboles. Tiempo atrás había un restaurante en lo alto del precipicio del que ahora bajamos.
Uno no sabe nunca las sorpresas que puede encontrarse cuando decide echarse a los montes y probar la ascensión de una gran ruta clásica de Montserrat. Una vía soberbia, grandiosa en su relieve, gestación y ambiente. Una vía lógica y elegante, una vía para recordar cuando seamos viejos y, tal vez, nos tiemblen las manos o nos queden engarfiadas por tantos años subiendo paredes. Una vía para volver a ascender con la memoria recostados en el sofá, con una manta cubriéndonos las rodillas o rodeados de nuestros nietos.
Es posible que pensar que subimos por ahí sea una razón, banal o no, para justificar nuestra existencia.
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(Cavall Bernat con una cordada llegando a la cumbre) |