19 y 20 de Agosto de 2009: Directa al Pico Abadías.
Los ojos se me fueron resiguiendo sus formas, sus líneas, su perfil. La deseé antes de saber quién era, dónde estaba. Quería tocarla, sentir su piel que devolvía la luz del sol con un brillo claro, quería rozar con mis dedos su piel rugosa… imaginé su tacto una y cien veces contemplándola en silencio. Tenía que ser mía, sin importarme lo que pasara luego. Sin asumir las consecuencias.
Había un escalador, por tanto debía haber una ruta para ascenderla. Había un nombre también, sería fácil localizarla. Directa al Pico Abadías. Investigué: una cima de más de tres mil metros de altura, en el macizo de la Maladeta, donde está la montaña más alta del Pirineo, el Aneto. No una, ésta, sino decenas de rutas surcan la pared. Allí, a partir de 2700 m. de altura, empiezan las vías de escalada. Ascienden a una imponente montaña de granito, surcada de fisuras y diedros.
El dolor era muy intenso. Me tumbé como pude en el suelo del helicóptero. El piloto se giró hacia mi y dijo:
“No hay potencia. ¡Salta!”.
Le miré estirado en el suelo boca abajo, forzando el cuello y pensé: “ ¿ Qué haga qué…? Me está diciendo que salte… pero si a duras penas me puedo mover…”
El guardia civil que me había ayudado a subir reaccionó con rapidez; en lo que yo pensaba ya había saltado del helicóptero y llegaba al suelo flexionando las piernas. Le vi saltar en cámara lenta. Se mantuvo agachado al llegar al suelo para evitar las aspas del helicóptero.
Una montaña gigantesca, amenazadora, en un entorno de alta montaña, con nieve en su base hasta en verano, con un lago que nace de las raíces de la montaña y la refleja en su superficie de espejo. Un hermoso paraje, con la belleza y severidad de lo primigenio, de lo más elemental, lo más primario. Cielo, roca y agua. Una belleza que asusta y sobrecoge. Un miedo hermoso por su pureza, su desnudez. ¿Cómo no iba a atraer un lugar así a un escalador, acostumbrado a manejar su miedo?
Pocas cosas más que cielo, roca, agua hay allí arriba: hasta la vida es efímera. Tan sólo líquenes todo el año. Tal vez algún rebeco. En verano las pocas flores y hierbas concentran su ciclo de crecimiento, reproducción y muerte antes de la llegada de las nieves del próximo otoño.
Como un grandioso espinazo la cadena rocosa de la Maladeta corta el espacio, creando valles, circos, escarpados flancos, peñas, crestas, cimas, torrenteras y lagos. Se extiende de Noreste a Sudoeste. Linda con el macizo del Posets, el valle de Arán y la cuenca del Noguera-Ribagorzana. A sus pies, el profundo tajo del valle de Vallibierna. Al norte, el glaciar del Aneto, en regresión constante y los plácidos prados que llevan al forau d’Aigualluts. Visto desde el cielo o en un mapa el macizo parece una raspa de pescado con pocas y grandes espinas a ambos lados. Como contrafuertes y arbotantes que sujetan la divisoria de aguas caen al norte las crestas de la Tuca Blanca, de los Portillones, la Norte y la de Salenques. Al sur, compensando el empuje de sus homólogos septentrionales, la cresta de los Quince Gendarmes, la de Cregüeña, de Llosars y la de Tempestades. Hay 42 picos de más de mil metros, entre principales y secundarios. Paisajes lunares, sin vegetación, con tan sólo extensos canchales y crestas recortadas contra el cielo. Un rosario de ibones de aguas gélidas rodea el macizo, alimentados por la nieve del invierno.
Una furgoneta roja aparca en un camino junto a unos pinos. Compañeros de escalada en otros lugares, vienen a conocer una nueva pared en un entorno majestuoso. Ninguno ha escalado antes en este lugar: un sitio apartado, con una larga aproximación, un bello rincón del Pirineo más agreste y salvaje.
Bernat, Nick y Fer ya han escalado juntos antes. Conocen de sobras sus aptitudes en la roca: no es éste lugar para conocer nuevos compañeros de cordada. Bernat es risueño, alegre a grandes carcajadas, amigo de Voll-Damms y noches largas. Es grande, alto y fuerte. Antes tenía una hermosa melena morena, ahora lleva el pelo corto. En la pared se transforma: se vuelve técnico, perfeccionista; como un profesional está atento a todo y todos. Es polivalente, capaz de montar una reunión en cualquier sitio. Le gusta definirse como un alpinista, capaz de moverse en cualquier terreno. Conoce el Pirineo como la palma de su mano.
Trabaja de cámara free-lance en lo que va saliendo. Tiene proyectos consolidados: filma la Pirena (carrera de trineos tirados por perros en etapas que cruza todo el Pirineo), el mundial de motociclismo, Polònia, un programa de humor catalán… Tiene un buen ojo para las imágenes y sus fotos suelen sorprender por su buen tino: encuadres curiosos y luces amables.
Nick es el más joven de todos. Es bombero y tiene un físico poco común, muy fibrado, sin un gramo de grasa en su cuerpo. Ha participado en carreras de montaña y su cuerpo está muy trabajado. Tiene una enorme resistencia al cansancio. Es menos ruidoso que Bernat, más de la sonrisa y la broma a medias palabras, comedido en sus comentarios, en todo momento tranquilo. Ama las montañas y a veces, en su silencioso saber estar, se parece a ellas: dice cosas sin hablar.
Fer, el mayor, no es ni técnico como Bernat ni resistente como Nick. Es más bien despistado con las maniobras de seguridad, sin llegar a ser peligroso. Además se cansa pronto. Sólo se le da bien la escalada en roca: es un montañero de secano, no sabe moverse en la nieve y el hielo. Le gusta la roca caliente. Jovial en el trato, a veces de alegría infantil y alguna vez de ceño hosco y taciturno, destaca por su resolución de pasos en libre. En la roca, viéndolo moverse, hace fácil lo difícil. Si le preguntas, ni él mismo te puede decir cómo lo hace, no suele recordar la manera de solucionar los pasos.
El camino que les conduce a las montañas lleva también al ibón de Cregüeña, por su tamaño un verdadero lago de montaña situado en un valle suspendido al sur del pico de la Maladeta, encerrado en un anfiteatro rocoso de altas cimas. En él flotan durante buena parte del año trozos de hielo azulado. En invierno se podría cruzar el lago andando. A su lado está uno de los vivacs más conocidos del Pirineo: una enorme losa llana de piedra sobre la que cuelga otra, también de granito, recostada sobre la primera. Un hueco entre una y otra de 5 o 6 metros cuadrados. Con la misma paciencia que tienen para llegar hasta aquí arriba dando un paso tras otro durante varias horas, los montañeros han ido trayendo grandes piedras para hacer una muralla de piedra seca entre ambas losas. Un muro circular que deja un espacio dentro en el que guarecerse. Del viento y del frío. De la nieve o la lluvia. Una losa por cama, la otra de techo. Tan sólo eso es un vivac, a veces ni siquiera cubierto, pero a veces poco es mucho.
Con el salto a tierra del guardia civil el helicóptero gana altura. Deja de oírse el chirrido del roce de la hélice contra las rocas. El piloto estabiliza el helicóptero a varios metros del suelo. El copiloto y él pasan algún tiempo mirando, a través del cristal de la cabina, las hélices para ver si están dañadas.
Sigo tumbado en el suelo del helicóptero, agarrado a una barra metálica central con todas mis fuerzas. Ya no me acuerdo del dolor de la pierna. La puerta por la que he entrado, detrás de mí, está abierta. El guardia civil no tuvo el detalle de cerrarla en el aire mientras caía. La Benemérita ya no es lo que era.
Les acompaña Raquel, la compañera de Bernat, amante como él de las montañas, escaladora desde hace sólo algún tiempo. Pretende acompañarnos hasta el lago, dormir con nosotros y esperarnos hasta que terminemos la escalada para descender juntos. Se gana una bonita excursión, conocer un hermoso paraje y nuestra compañía. Nosotros, la suya.
Raquel es profesional sanitaria: trabaja en el equipo de rescate del helicóptero que cubre la zona de Montserrat, entre otras cosas. Es bajita, morena de pelo y piel, con unos bonitos ojos color miel, dulces y amables como ella. Es cariñosa en el trato y sincera: dice las cosas tal y como las piensa. De vez en cuando envuelve a Bernat en una mirada tierna y cómplice.
Cogemos las mochilas y nos ponemos en marcha monte arriba. Vamos bien cargados, con las cosas necesarias para el vivac, el material de escalada, la ropa y la comida para los dos días.
El camino asciende suavemente entre el bosque bordeando un regato de agua limpia que cae dando saltos. En más de una ocasión nos paramos a refrescarnos con su agua. Ha pasado el mediodía y hace calor.
La ascensión es larga; poco a poco vamos dejando atrás los árboles al ir subiendo. Luego van menguando las matas de rododendro. Finalmente la ladera se empina y el sendero va zigzagueando para superar el fuerte desnivel. Esquiva unas lisas placas yendo a la derecha. Por fin, tras varias horas de camino, llegamos al desagüe del ibón de Cregüeña. La pendiente se dulcifica al llegar al rellano del lago. Sin embargo, el circo al que accedemos no se ve aun en todo su esplendor. Es algo más adelante, superado un lomo que desciende de las crestas, cuando se abre la perspectiva y se ve el final del lago. Un anfiteatro de crestas afiladas que recortadas contra el cielo lo rodean. Al fondo, a la izquierda de un collado, una colosal torre de roca oscura se alza. Cae a plomo desde sus más de tres mil metros de altura hasta los canchales que rodean el lago. Es el pico Abadías o Maladeta Oriental, por donde van las rutas de escalada de la Maladeta.
El vivac está ocupado así que seguimos un trecho más adelante. En un pequeño claro, cercano al lago, montamos nuestro vivac. Nos quitamos las camisetas sudadas para no enfriarnos. Unos vamos a refrescarnos al lago mientras otros desempaquetan lo necesario.
Hace menos de un minuto sólo quería que me sacaran de allí. No me creía capaz de llegar al valle, arrastrándome, aun con la ayuda de mis amigos, con el dolor palpitando en mi pierna derecha. En cambio ahora mi único objetivo es salir del peligroso helicóptero: ruego por que me dejen en el suelo, con mi pierna rota si es que lo está. Puedo racionar la comida, beber agua del lago, o quedarme a vivir allí todo el verano. Puedo amputarme la pierna para comérmela, al menos estaré en tierra firme, tullido pero vivo. Algo me dice que de este trasto, si cae, saldré con los pies por delante. Enseguida me río por dentro: ¿Seré veleta? De un extremo al otro en segundos. La maldición de hace poco sería ahora una bendición. La bendición de la Maladeta.
La tarde ya está pasada. Desenrollamos los aislantes y sacamos los sacos de dormir de sus fundas compresoras. Buscamos un lugar llano para extenderlos en el suelo. Mientras tanto Bernat y Raquel sacan el infiernillo y calientan un plato precocinado de pasta, hidratado con agua del lago. Nick nos sorprende con un surtido generoso de embutido hecho por su madre, de la matanza del último otoño. Todo ello lo acompañamos con rebanadas de pan del súper de Benasque, algunas menos chafadas que otras, según haya sido de intenso su viaje en las mochilas.
Cuando estamos acabando de cenar el crepúsculo va tiñendo el lago de un color rosado. Son unos instantes redondos, con la compañía de amigos, la buena comida, el lugar magnífico recogido entre montañas junto al ibón. La luz se refleja en las nubes rosadas, en el lago y lo baña todo, haciendo que la escena parezca irreal, con todo el valle teñido de un barniz rosa que va variando al violeta para desaparecer luego en las sombras de la noche. Sentados en silencio contemplamos la luz que juega a los colores antes de marcharse.
Se encienden las estrellas. En poco rato el cielo bajo el que vamos a dormir es un hervidero de puntos de luz. La vía láctea cruza el firmamento, plagada de constelaciones. Algún satélite cruza el orbe, con su luz y trayectoria continua. Los aviones parecen tener más prisa y llevan puesto el intermitente para adelantar.
Nuestras cabezas asoman del saco de dormir. No hace frío. Bajo la cúpula estrellada, señal de cielo despejado, nuestros ojos se van cerrando por el cansancio del día. Las estrellas y planetas bailan su danza cósmica ajenos a nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestras ilusiones.
Siempre soñé con ir en helicóptero, nunca lo hice. Sin embargo, una vez más la realidad se impone. No lo estoy pasando en grande con el vuelo. He cerrado la puerta a mi espalda: si hay que caerse que sea bien envueltito, como un regalo, con su lazo y sus aspas y todo. Después de corroborar que puede volar, los dos chicos con casco de Top Gun vuelven a la base haciendo grandes rodeos, descendiendo muy lentamente. Me ignoran. En su jerga debo ser un “porcentaje de operación de rescate sin éxito rotundo”. Yo lo llamaría más bien “operación de acojonamiento del accidentado con éxito absoluto”. Me agarro con fuerza a lo que puedo, me coloco de manera que si empezara a moverse o temblar, estuviera lo más fijo posible. Voy atento a las vibraciones del aparato, ni me atrevo a asomarme a ver el paisaje.
Suena el despertador. Aún es de noche. Hace frío. Salimos del saco y nos vestimos ligeros. Nos ponemos toda la ropa encima. Mientras unos se lavan la cara otros, con frontales, disponen el desayuno común: galletas, bizcochos, zumos y batidos de cacao.
Tras desayunar, algo más despejados, empaquetamos las mochilas grandes con todo lo que no usaremos en la escalada y las escondemos en un hueco entre piedras grandes.
Empezamos a andar cuando se acerca el alba. Raquel nos acompaña hasta el pie de vía. Hay restos de sendero hasta el final del lago. Luego ascendemos por donde podemos, encontrando algún tramo pisado, a veces por canchales inestables. Otras veces vamos saltando de bloque en bloque o zigzagueando para evitar las cuestas más duras.
Alcanzamos la base de la pared y subimos a una faja de roca en su base. La vía pasa por un pequeño techo triangular, a unos diez metros de altura del comienzo de la vía. Es una buena referencia para situarnos. Lo buscamos y lo hallamos. Desde el techo la pared desciende como si de un empinado tobogán granítico se tratara. Se ve un clavo debajo del techo en una estrecha fisura, bastante arriba. Es el primer seguro de la ruta que vamos a escalar.
Desde la base de la pared, acomodados en una estrecha repisa, se ve el lago junto al que dormimos anoche abajo, en el valle. El macizo del Posets, al oeste, destaca, rojizo, iluminado por el sol naciente.
Parece que estemos junto a las enormes raíces de la colosal torre de piedra que se alza ante nosotros. Un gigantesco tronco con su geografía de bloques, fisuras y diedros que asciende hacia el cielo, testimonio de un pasado en el que estas rocas, vivas aún, se alzaron palpitantes de las entrañas de la tierra para formar esta montaña inhiesta. Luego el viento, el hielo, la nieve y el sol las ha ido puliendo bastamente, dándoles forma. Un mundo rugoso al tacto, lleno de líquenes, con fisuras que pueden cortar como cuchillos o ser de tamaños desmesurados.
Como desmesurado es el tamaño de un bloque gigantesco que cuelga asomado al vacío en lo alto de la torre de piedra, en la vertical de nuestra vía, junto al que pasaremos. Debe asomar sus buenos seis metros de la pared, formando un ángulo recto con la vertical. Una losa de muchas toneladas de peso que parece flotar en la cima de la montaña, como una pluma de ave en una suave brisa. Antes de acabar el día esperamos ponernos de pie encima suyo. No creemos que le vayan a molestar unos kilitos de más, como a una lectora del Cosmopolitan.
En unos diez largos minutos llegamos a Benasque. Aterrizamos suavemente junto al cuartel, en la pista. Una médico y dos ayudantes me ayudan a descender. Por cómo se miran y lo poco que oigo de sus palabras a media voz, me doy cuenta de que se palpa la tensión en el ambiente. No es por mi: enseguida ven que lo mío no es grave. El helicóptero ha quedado inservible: no volverá a despegar hoy. Hablan de varias semanas hasta que llegue la nueva hélice. Más tarde el chico de la ambulancia, que habla a menudo con ellos, me dice que es la segunda vez que le pasa a ese piloto, que se rumorea que no tiene a los mandos contentos. Total, por un helicóptercito de nada. Vete tú a saber cuántos se habrán salvado. Del helicóptero, claro.
Los primeros largos son míos. Me calzo los pies de gato, me ato las dos cuerdas al arnés con un nudo del ocho, dejando un palmo de cuerda libre. Bernat me asegura. Subo agarrándome a una fisura que se va estrechando. Veo las marcas blancas en la roca de varios clavos, por encima mío, que han desaparecido. Cuando la fisura se cierra hay que subir en adherencia, poniendo las puntas de los pies planas en la roca y fiándose de que se agarren a las rugosidades de la roca. Coloco un alien, no muy bien, casi de adorno en la pared. Dos metros más allá salta con el movimiento de la cuerda. Sigo ascendiendo, con movimientos cautelosos, inseguro, como objetivo el clavo bajo el techo. Delicadamente reparto el peso entre pies y manos y por fin llego al clavo y me aseguro a él. Primer seguro a diez metros: buena ratio, no vayamos a perder tiempo. Tras respirar varias veces, sigo. Los agarres me llevan a la derecha y supero el techo por un hueco a ese lado. Voy encontrando más clavos y puedo colocar seguros firmes. A paseo con la ratio. Los momentos de máxima vibración parecen haber pasado y voy cogiéndole el tacto a la roca. Aún más a la derecha encuentro la primera e incómoda reunión.
Mis compañeros se reúnen conmigo. Los tres hemos encontrado duro el primer largo, a pesar de que siempre sucede de este modo: el cuerpo debe aclimatarse al lugar, a la roca y cogerles la medida. También hay que coger el tono muscular, estar caliente para los movimientos que demanda la ascensión.
El segundo largo comienza con un pequeño desplome a la derecha, bien asegurado con dos clavos, que supero abriendo las piernas para aprovechar dos agarres laterales. Mi cuerpo adopta una postura triangular, en la que las piernas reciben el peso y las manos pueden buscar asideros para ascender. El largo es una larga e irregular fisura que hay que ir siguiendo, bonito y disfrutón. El sol, que desciende por la pared, viene a encontrarme en la segunda reunión. Celebro su encuentro quitándome la camisa para dejarme envolver por su cálido abrazo.
La médico me atiende. Me palpa la inflamación de la pantorrilla y dice que el peroné podría estar roto. Tengo que ir a Barbastro a hacerme una radiografía. Me limpia las heridas de la pierna con alcohol yodado.
Le pido que me mire la espalda, me molesta algo que he notado clavarse cuando subía al helicóptero. Me quita la ropa y ve un pequeño corte profundo. No es necesario coser, así que me pone unas tiras para unir los bordes de la herida.
Más tarde, enganchado en mi forro polar encuentro clavado un trozo de aluminio enroscado, justo en el lugar de la espalda donde tengo el corte. Recordando cuándo sentí la punzada, concluyo que no puede ser nada más que un trozo de la hélice del helicóptero, que debió romperse al rozar con la roca. Desde luego, eso parece ser. Lo guardo de recuerdo en el cajón de mi mesilla de noche.
Mis compañeros me siguen, disfrutando de la belleza de la escalada, de la bondad de la roca, compacta, amable, tan sólo francamente áspera, surcada de fisuras que nos hacen de agarres. Les veo subir sonrientes, concentrados en su afán por subir. El tercer largo vuelve a ser una maravilla, con fisuras a elegir para ir trazando la ruta de ascenso. Seguros que se colocan con facilidad, movimientos plácidos en la roca, como bailar con una mujer de la que conoces cada centímetro, cada movimiento y sabes cómo va a responder.
Así se van sucediendo los largos centrales de los 300 metros de vía de granito perfecto, con la compañía del aire ligero, el cielo turquesa y la noble roca que nos va desgastando la piel de las manos, de tan abrasiva. Nos vamos quitando ropa y guardándola en la mochila por la compañía del sol, que traza su arco por el cielo. Estamos contentos, unidos en un objetivo común, haciendo lo que nos gusta hacer, con nuestro cuerpo y mente entregados al movimiento.
Bernat lidera. Asciende con desenvoltura varios largos en los que es algo más complicado orientarse bien. Encuentra el rumbo con su brújula de navegante, que le ayuda a seguir la lógica de la ascensión, el camino más obvio a seguir. Se trata de mirar arriba y responder a la pregunta: ¿por dónde habría ido yo de ser el primero en subir por aquí? Si aciertas, vas encontrando los seguros fijos que pusieron para marcar la ruta. Si te equivocas, tienes un problema. A veces puede ser divertido solucionarlo. Otras no.
La roca sigue firme, impertérrita a nuestro paso, como si llevara cientos de años así dispuesta a que intentemos hacerle cosquillas metiendo los dedos en sus huecos. Reímos nosotros por ella, por la belleza del lugar, por la impresión profunda que deja la montaña, tan de cerca, en el alma, por nuestra inútil conquista que nos hace felices…
Nick sube como un rebeco hacia lo alto de la montaña, buscando cobertura para los móviles. Va saltando de roca en roca, como si hubiéramos pasado el día descansando junto al lago. Le perdemos de vista.
Al cabo de un rato vuelve. Ha llamado al 112. El helicóptero está en otro rescate, me vendrán a buscar en cuanto termine. Me empiezo a quedar frío, así que me tapo con toda la ropa que tengo. Me duele la pierna, la tengo muy hinchada. Bernat sufre por Raquel. Estamos tardando mucho y ella no sabe nada.
A la hora aparece el helicóptero y nos busca por la cola del lago. Bernat y Nick se desgañitan gritando. Agitan las camisetas para que nos vean, estamos más arriba, en la base de la pared. Dan varias vueltas y por fin nos localizan. Son unos momentos de angustia.
Se acerca el aparato a una zona llana y baja un guardia civil joven. Me examina la pierna y ve que no podré bajar andando. Avisa por radio al helicóptero. Éste desciende y se queda estático en el aire, con un patín apoyado en un gran bloque y el otro en el aire.
El guardia civil me dice como subir: rodeamos hacia el morro, para evitar las aspas, agachados y subimos. Me incorporo al llegar al helicóptero, me agarro al patín y me levanto. Al subir, éste oscila hacia nosotros y empieza, entre el estruendo de las aspas, a oírse un ruido diferente, como un chirrido de algo que rasca. Acabo de subir deprisa sin saber qué pasa, hay un olor a pólvora en el aire. El guardia civil sube rápido detrás de mí y el helicóptero aún se inclina más.
Los dos últimos largos de la vía son los de la foto que ví. La que nos ha traído hasta aquí. Les pido a mis compañeros si me dejan ir de primero y acceden amables. Así que me voy para arriba a tocar con las manos bien abiertas la piel rugosa que desee sentir bajo mis dedos. La acaricio suavemente mientras subo. Por encima de mí hay un espolón afilado como la proa de un barco. El bloque gigantesco que asoma de la pared, ahora cercano, bien podría ser una vela extendida al viento y casi le grito a la montaña, como haría Picazo: ¡Navega, velero mío!. Todo está tan en su sitio aquí.
Algún paso más duro me obliga a aterrizar en el instante y concentrar mis vuelos líricos en pequeños pasitos suaves en la roca. Paso una reunión de dos clavos, decido seguir. Queda ya bien poco hasta la cima. Una fisura ancha con dos tacos de madera encastados es la última dificultad para llegar al final de la vía, junto al enorme bloque colgante. Me cuelgo con el estribo del cordino deshilachado que sale de ambos y salgo a una amplia repisa. Monto reunión en un gran bloque. Mis compañeros me siguen. Bernat es tan pillo que se le ocurre empotrar los puños en la amplia fisura y consigue sacarla en libre: es el único que libra toda la vía. Nick bastante ha hecho con subir, ha ido encontrándose mal todo el tiempo.
Nos felicitamos y nos fotografiamos encima del gran bloque que, visto desde aquí, parece un trampolín para saltar pared abajo. “A ver a quién le sale un mortal y cae en el lago…” Sin voltereta también sería un mortal. Sin embargo, no hemos salido a la cima aún. Hay que dar un rodeo a la izquierda que nos lleva a unas placas tumbadas, una tirada más que decidimos hacer encordados aunque sea fácil. Tras ella, ahora sí, llegamos a lo alto del pico, a más de tres mil metros de altura. El día se ha ido haciendo mayor y queda mucho por descender, así que apenas nos paramos. Buscamos la canal de bajada, bastante rota. Descendemos cuidadosos, esquivando las piedras sueltas que uno u otro hace rodar hacia la pendiente.
Finalmente llegamos a las pedrizas de la base de la montaña. La tensión del descenso abrupto se relaja. Tranquilos pero cansados, vamos avanzando de piedra en piedra, comentando los detalles del día.
En un salto a un bloque éste, inestable, se mueve debajo mío. Salto adelante para esquivar su caída pero otra roca más pequeña, que sostenía la primera, cae sobre mi pierna, aplastándola contra otra roca de granito. Bocadillo de pierna de escalador a las finas piedras de granito. Afortunadamente las dos caras del impacto eran planas, si llega a ser una arista me habría quebrado la pierna al instante. Aun así el dolor me corta la respiración. Mis amigos vienen a ayudarme. Me siento en la roca que ha caído y Nick me examina la pierna. En pocos minutos la pantorrilla se inflama tanto que parece el muslo. Nick palpa suavemente mientras gira el tobillo a ambos lados. Nota algo que chirría al girar mi pierna, cree que hay algo roto, tibia o peroné. El vivo dolor del principio se va convirtiendo en un pinchazo sordo, profundo, como fogonazos sincronizados con el latir de mi corazón.
Cuando al fin, por la noche, vuelvo a ver a mis amigos, tengo un aparatoso vendaje en la pierna derecha. Me preguntan cómo estoy y me cuentan su aventura. Bajaron acompañados por el guardia civil, que les ayudó con mi mochila. A toda prisa llegaron al valle, reventados de cansancio, por tener noticias mías.
En un momento dado Raquel me mira, seria, y me dice:
“La maniobra que ha hecho el helicóptero era de colapso total. Podría haber caído al suelo. Estás vivo de milagro. ¿Te acuerdas de lo que dijiste subiendo?”
De repente el recuerdo me vuelve fresco como una bocanada de aire al salir a un collado. Me quedo paralizado, helado, lívido.
Cuando subíamos Bernat, bromeando, comentó la paliza que nos íbamos a dar al día siguiente escalando la vía, descendiendo al lago y luego alguna hora más de andar hasta el coche. Añadió sonriendo:
“Ya podrían bajarnos en helicóptero, ¿no?”.
Siguiéndole la broma, le contesté:
“Si tienen que bajar a alguien en helicóptero que sea a mi, que no me gusta andar.” Literalmente.
Hay que tener cuidado con lo que se desea porque a veces los deseos, sin saber cómo, se pueden hacer realidad.