lunes, 3 de octubre de 2011

ÁLBUM DE FOTOS: CARA NORTE DEL SUBENUIX.

Escalada realizada a finales de julio del 2011 por Bernat, Fer, Jota y Nick; subimos enlazando trozos de las vías G.A.M., Fernández-Molero y la salida directa de Joan Gelabert. 400 metros, V+, terreno de aventura. Juego de clavos variados, tascones y friends.


Foto 1: Una ruta, un anhelo, una visión. Bernat y la cara norte del Subenuix.


Foto 2: Caras como verdes prados. Ojos como lagos. Rostros que hablan en silencio, como el paisaje. Tan sólo hay que ser paciente para pescar en el fondo de las miradas. Ir sacando, despacio, el proyecto compartido o la ilusión presente en los rostros. A su debido tiempo subirán del fondo el anhelo y las dudas. La sincera determinación de ponerse a prueba, sin falsedad ni autoengaños. El aprecio mutuo.
 Así de abundante es la pesca entre montañeros.

Foto 3: Una pared vieja como el tiempo. Un dedo alzado indica la ruta a la vez que plantea una pregunta. La respuesta la da la propia montaña. Una gran sonrisa y el guiño de un ojo. La misma sonrisa que brilla en la cara del escalador. La montaña y él deben ser viejos conocidos.

Foto 4: ¿Por qué estamos aquí?
Para subir a la montaña. A eso hemos venido. Luego podremos contarlo u olvidar lo que suceda, pero será nuestro y nosotros seremos en ello. Por que allá donde posas tus manos queda algo de ti mismo. Allá donde fugazmente asimos la roca de la montaña nos deja impreso su espíritu.

Foto 5: Por encima de todo, una enorme sensación de pequeñez, de fragilidad, en esta inmensidad de montañas  y rocas, de lagos y estrellas… Me siento asustado al principio con esa presencia imponente de la naturaleza. Luego va pasando conforme me pongo en mi sitio. Posiblemente me creo más importante, mayor, en mi vida cotidiana: el trabajo, la familia, las responsabilidades… La magnitud de estos lugares y fuerzas me devuelve a la verdadera escala de mis minúsculos afanes diarios, de mi quehacer centrado en mi mismo. Una vez asumo lo poca cosa que soy, ya en mi lugar, vuelvo a formar parte del todo. La sensación de temor desaparece en cuanto tengo claro cuál es mi sitio en esta inmensidad.


Foto 6: ¿Hallaremos el camino? ¿Sabremos desentrañarle los misterios a la ruta? Y con eso…¿qué tenemos? ¿somos más fuertes, mayores, mejores personas?
¿Nos dará la cima algo que no hayamos subido nosotros? ¿ O no es la impronta de la cima sino el modo en que ascendemos, nuestros logros y renuncias lo que curten nuestro ser? ¿Por qué esperamos que una ascensión nos aporte algo? ¿No es suficiente fin en sí mismo? ¿Sabríamos subir sin esperar nada a cambio?

Foto 7: Roca eterna y vida fugaz. Dos estadios tan opuestos de la misma materia: tan frágiles y perecederos, con tantas posibilidades , tan vivos…tan compacta, permanente, imperecedera, la roca. Tan quieta, tan silenciosa. Cuando nuestros huesos se hayan deshecho continuará allí.


Foto 8: ¿Quién dijo que a  los agujeros siempre se cae? A veces hay que subir a buscarlos.

Foto 9: La cima, el logro. Aquí acaba parte de la tensión de la ascensión, que nos ha llenado subiendo. En lo alto de la pared, ya sin el abismo detrás, aparece el vacío interior que absorberá un próximo reto, el siguiente anhelo. Una línea de plenitudes y/o derrotas que jalonan nuestro camino. Renunciar al deseo sin explorarlo es negar el cambio. Pero medirlo, observarlo, auscultarlo para a veces aceptarlo y otras desecharlo es trazar una ruta en el mapa de la vida.


Foto 10: Hasta que no se ha bajado de la montaña no se ha acabado la escalada. Subirla no es más que la mitad de nuestro empeño. Al haber descendido, por fin, el descanso, la relajación. La broma fácil, la camaradería, el abrazo por el apoyo mutuo. La gestación de los recuerdos comunes.

miércoles, 15 de junio de 2011

UN HELICÓPTERO EN LA MALADETA

19 y 20 de Agosto de 2009: Directa al Pico Abadías.

Los ojos se me fueron resiguiendo sus formas, sus líneas, su perfil. La deseé antes de saber quién era, dónde estaba. Quería tocarla, sentir su piel que devolvía la luz del sol con un brillo claro, quería rozar con mis dedos su piel rugosa… imaginé su tacto una y cien veces contemplándola en silencio. Tenía que ser mía, sin importarme lo que pasara luego. Sin asumir las consecuencias.
Había un escalador, por tanto debía haber una ruta para ascenderla. Había un nombre también, sería fácil localizarla. Directa al Pico Abadías. Investigué: una cima de más de tres mil metros de altura, en el macizo de la Maladeta, donde está la montaña más alta del Pirineo, el Aneto. No una, ésta, sino decenas de rutas surcan la pared. Allí, a partir de 2700 m. de altura, empiezan las vías de escalada. Ascienden a una imponente montaña de granito, surcada de fisuras y diedros.

El dolor era muy intenso. Me tumbé como pude en el suelo del helicóptero. El piloto se giró hacia mi y dijo:
“No hay potencia. ¡Salta!”.
Le miré estirado en el suelo boca abajo, forzando el cuello y pensé: “ ¿ Qué haga qué…? Me está diciendo que salte… pero si a duras penas me puedo mover…”
El guardia civil que me había ayudado a subir reaccionó con rapidez; en lo que yo pensaba ya había saltado del helicóptero y llegaba al suelo flexionando las piernas. Le vi saltar en cámara lenta. Se mantuvo agachado al llegar al suelo para evitar las aspas del helicóptero.

 Una montaña gigantesca, amenazadora, en un entorno de alta montaña, con nieve en su base hasta en verano, con un lago que nace de las raíces de la montaña y la refleja en su superficie de espejo. Un hermoso paraje, con la belleza y severidad de lo primigenio, de lo más elemental, lo más primario. Cielo, roca y agua. Una belleza que asusta y sobrecoge. Un miedo hermoso por su pureza, su desnudez. ¿Cómo no iba a atraer un lugar así a un escalador, acostumbrado a manejar su miedo?
Pocas cosas más que cielo, roca, agua hay allí arriba: hasta la vida es efímera. Tan sólo líquenes todo el año. Tal vez algún rebeco. En verano las pocas flores y hierbas concentran su ciclo de crecimiento, reproducción y muerte antes de la llegada de las nieves del próximo otoño.

Como un grandioso espinazo la cadena rocosa de la Maladeta corta el espacio, creando valles, circos, escarpados flancos, peñas, crestas, cimas, torrenteras y lagos. Se extiende de Noreste a Sudoeste. Linda con el macizo del Posets, el valle de Arán y la cuenca del Noguera-Ribagorzana. A sus pies, el profundo tajo del valle de Vallibierna. Al norte, el glaciar del Aneto, en regresión constante y los plácidos prados que llevan al forau d’Aigualluts. Visto desde el cielo o en un mapa el macizo parece una raspa de pescado con pocas y grandes espinas a ambos lados. Como contrafuertes y arbotantes que sujetan la divisoria de aguas caen al norte las crestas de la Tuca Blanca, de los Portillones, la Norte y la de Salenques. Al sur, compensando el empuje de sus homólogos septentrionales, la cresta de los Quince Gendarmes, la de Cregüeña, de Llosars y la de Tempestades. Hay 42 picos de más de mil metros, entre principales y secundarios. Paisajes lunares, sin vegetación, con tan sólo extensos canchales y crestas recortadas contra el cielo. Un rosario de ibones de aguas gélidas rodea el macizo, alimentados por la nieve del invierno.

Una furgoneta roja aparca en un camino junto a unos pinos. Compañeros de escalada en otros lugares, vienen a conocer una nueva pared en un entorno majestuoso. Ninguno ha escalado antes en este lugar: un sitio apartado, con una larga aproximación, un bello rincón del Pirineo más agreste y salvaje.

Bernat, Nick y Fer ya han escalado juntos antes. Conocen de sobras sus aptitudes en la roca: no es éste lugar para conocer nuevos compañeros de cordada. Bernat es risueño, alegre a grandes carcajadas, amigo de Voll-Damms y noches largas. Es grande, alto y fuerte. Antes tenía una hermosa melena morena, ahora lleva el pelo corto. En la pared se transforma: se vuelve técnico, perfeccionista; como un profesional está atento a todo y todos. Es polivalente, capaz de montar una reunión en cualquier sitio. Le gusta definirse como un alpinista, capaz de moverse en cualquier terreno. Conoce el Pirineo como la palma de su mano.
 Trabaja de cámara free-lance en lo que va saliendo. Tiene proyectos consolidados: filma la Pirena (carrera de trineos tirados por perros en etapas que cruza todo el Pirineo), el mundial de motociclismo, Polònia, un programa de humor catalán… Tiene un buen ojo para las imágenes y sus fotos suelen sorprender por su buen tino: encuadres curiosos y luces amables.


Nick es el más joven de todos. Es bombero y tiene un físico poco común, muy fibrado, sin un gramo de grasa en su cuerpo. Ha participado en carreras de montaña y su cuerpo está muy trabajado. Tiene una enorme resistencia al cansancio. Es menos ruidoso que Bernat, más de la sonrisa y la broma a medias palabras, comedido en sus comentarios, en todo momento tranquilo. Ama las montañas y a veces, en su silencioso saber estar, se parece a ellas: dice cosas sin hablar.


Fer, el mayor, no es ni técnico como Bernat ni resistente como Nick. Es más bien despistado con las maniobras de seguridad, sin llegar a ser peligroso. Además se cansa pronto. Sólo se le da bien la escalada en roca: es un montañero de secano, no sabe moverse en la nieve y el hielo. Le gusta la roca caliente. Jovial en el trato, a veces de alegría infantil y alguna vez de ceño hosco y taciturno, destaca por su resolución de pasos en libre. En la roca, viéndolo moverse, hace fácil lo difícil. Si le preguntas, ni él mismo te puede decir cómo lo hace, no suele recordar la manera de solucionar los pasos.


El camino que les conduce a las montañas lleva también al ibón de Cregüeña, por su tamaño un verdadero lago de montaña situado en un valle suspendido al sur del pico de la Maladeta, encerrado en un anfiteatro rocoso de altas cimas. En él flotan durante buena parte del año trozos de hielo azulado. En invierno se podría cruzar el lago andando. A su lado está uno de los vivacs más conocidos del Pirineo: una enorme losa llana de piedra sobre la que cuelga otra, también de granito, recostada sobre la primera. Un hueco entre una y otra de 5 o 6 metros cuadrados. Con la misma paciencia que tienen para llegar hasta aquí arriba dando un paso tras otro durante varias horas, los montañeros han ido trayendo grandes piedras para hacer una muralla de piedra seca entre ambas losas. Un muro circular que deja un espacio dentro en el que guarecerse. Del viento y del frío. De la nieve o la lluvia. Una losa por cama, la otra de techo. Tan sólo eso es un vivac, a veces ni siquiera cubierto, pero a veces poco es mucho.

Con el salto a tierra del guardia civil el helicóptero gana altura. Deja de oírse el chirrido del roce de la hélice contra las rocas. El piloto estabiliza el helicóptero a varios metros del suelo. El copiloto y él pasan algún tiempo mirando, a través del cristal de la cabina, las hélices para ver si están dañadas.
Sigo tumbado en el suelo del helicóptero, agarrado a una barra metálica central con todas mis fuerzas. Ya no me acuerdo del dolor de la pierna. La puerta por la que he entrado, detrás de mí, está abierta. El guardia civil no tuvo el detalle de cerrarla en el aire mientras caía. La Benemérita ya no es lo que era.

Les acompaña Raquel, la compañera de Bernat, amante como él de las montañas, escaladora desde hace sólo algún tiempo. Pretende acompañarnos hasta el lago, dormir con nosotros y esperarnos hasta que terminemos la escalada para descender juntos. Se gana una bonita excursión, conocer un hermoso paraje y nuestra compañía. Nosotros, la suya.
Raquel es profesional sanitaria: trabaja en el equipo de rescate del helicóptero que cubre la zona de Montserrat, entre otras cosas. Es bajita, morena de pelo y piel, con unos bonitos ojos color miel, dulces y amables como ella. Es cariñosa en el trato y sincera: dice las cosas tal y como las piensa. De vez en cuando envuelve a Bernat en una mirada tierna y cómplice.


Cogemos las mochilas y nos ponemos en marcha monte arriba. Vamos bien cargados, con las cosas necesarias para el vivac, el material de escalada, la ropa y la comida para los dos días.
El camino asciende suavemente entre el bosque bordeando un regato de agua limpia que cae dando saltos. En más de una ocasión nos paramos a refrescarnos con su agua. Ha pasado el mediodía y hace calor.



La ascensión es larga; poco a poco vamos dejando atrás los árboles al ir subiendo. Luego van menguando las matas de rododendro. Finalmente la ladera se empina y el sendero va zigzagueando para superar el fuerte desnivel. Esquiva unas lisas placas yendo a la derecha. Por fin, tras varias horas de camino, llegamos al desagüe del ibón de Cregüeña. La pendiente se dulcifica al llegar al rellano del lago. Sin embargo, el circo al que accedemos no se ve aun en todo su esplendor. Es algo más adelante, superado un lomo que desciende de las crestas, cuando se abre la perspectiva y se ve el final del lago. Un anfiteatro de crestas afiladas que recortadas contra el cielo lo rodean. Al fondo, a la izquierda de un collado, una colosal torre de roca oscura se alza. Cae a plomo desde sus más de tres mil metros de altura hasta los canchales que rodean el lago. Es el pico Abadías o Maladeta Oriental, por donde van las rutas de escalada de la Maladeta.
El vivac está ocupado así que seguimos un trecho más adelante. En un pequeño claro, cercano al lago, montamos nuestro vivac. Nos quitamos las camisetas sudadas para no enfriarnos. Unos vamos a refrescarnos al lago mientras otros desempaquetan lo necesario.


Hace menos de un minuto sólo quería que me sacaran de allí. No me creía capaz de llegar al valle, arrastrándome, aun con la ayuda de mis amigos, con el dolor palpitando en mi pierna derecha. En cambio ahora mi único objetivo es salir del peligroso helicóptero: ruego por que me dejen en el suelo, con mi pierna rota si es que lo está. Puedo racionar la comida, beber agua del lago, o quedarme a vivir allí todo el verano. Puedo amputarme la pierna para comérmela, al menos estaré en tierra firme, tullido pero vivo. Algo me dice que de este trasto, si cae, saldré con los pies por delante. Enseguida me río por dentro: ¿Seré veleta? De un extremo al otro en segundos. La maldición de hace poco sería ahora una bendición. La bendición de la Maladeta.

La tarde ya está pasada. Desenrollamos los aislantes y sacamos los sacos de dormir de sus fundas compresoras. Buscamos un lugar llano para extenderlos en el suelo. Mientras tanto Bernat y Raquel sacan el infiernillo y calientan un plato precocinado de pasta, hidratado con agua del lago. Nick nos sorprende con un surtido generoso de embutido hecho por su madre, de la matanza del último otoño. Todo ello lo acompañamos con rebanadas de pan del súper de Benasque, algunas menos chafadas que otras, según haya sido de intenso su viaje en las mochilas.

Cuando estamos acabando de cenar el crepúsculo va tiñendo el lago de un color rosado. Son unos instantes redondos, con la compañía de amigos, la buena comida, el lugar magnífico recogido entre montañas junto al ibón. La luz se refleja en las nubes rosadas, en el lago y lo baña todo, haciendo que la escena parezca irreal, con todo el valle teñido de un barniz rosa que va variando al violeta para desaparecer luego en las sombras de la noche. Sentados en silencio contemplamos la luz que juega a los colores antes de marcharse.


Se encienden las estrellas. En poco rato el cielo bajo el que vamos a dormir es un hervidero de puntos de luz. La vía láctea cruza el firmamento, plagada de constelaciones. Algún satélite cruza el orbe, con su luz y trayectoria continua. Los aviones parecen tener más prisa y llevan puesto el intermitente para adelantar.


Nuestras cabezas asoman del saco de dormir. No hace frío. Bajo la cúpula estrellada, señal de cielo despejado, nuestros ojos se van cerrando por el cansancio del día. Las estrellas y planetas bailan su danza cósmica ajenos a nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestras ilusiones.

Siempre soñé con ir en helicóptero, nunca lo hice. Sin embargo, una vez más la realidad se impone. No lo estoy pasando en grande con el vuelo. He cerrado la puerta a mi espalda: si hay que caerse que sea bien envueltito, como un regalo, con su lazo y sus aspas y todo. Después de corroborar que puede volar, los dos chicos con casco de Top Gun vuelven a la base haciendo grandes rodeos, descendiendo muy lentamente. Me ignoran. En su jerga debo ser un “porcentaje de operación de rescate sin éxito rotundo”. Yo lo llamaría más bien “operación de acojonamiento del accidentado con éxito absoluto”. Me agarro con fuerza a lo que puedo, me coloco de manera que si empezara a moverse o temblar, estuviera lo más fijo posible. Voy atento a las vibraciones del aparato, ni me atrevo a asomarme a ver el paisaje.

Suena el despertador. Aún es de noche. Hace frío. Salimos del saco y nos vestimos ligeros. Nos ponemos toda la ropa encima. Mientras unos se lavan la cara otros, con frontales, disponen el desayuno común: galletas, bizcochos, zumos y batidos de cacao.
Tras desayunar, algo más despejados, empaquetamos las mochilas grandes con todo lo que no usaremos en la escalada y las escondemos en un hueco entre piedras grandes.
Empezamos a andar cuando se acerca el alba. Raquel nos acompaña hasta el pie de vía. Hay restos de sendero hasta el final del lago. Luego ascendemos por donde podemos, encontrando algún tramo pisado, a veces por canchales inestables. Otras veces vamos saltando de bloque en bloque o zigzagueando para evitar las cuestas más duras.
Alcanzamos la base de la pared y subimos a una faja de roca en su base. La vía pasa por un pequeño techo triangular, a unos diez metros de altura del comienzo de la vía. Es una buena referencia para situarnos. Lo buscamos y lo hallamos. Desde el techo la pared desciende como si de un empinado tobogán granítico se tratara. Se ve un clavo debajo del techo en una estrecha fisura, bastante arriba. Es el primer seguro de la ruta que vamos a escalar.
Desde la base de la pared, acomodados en una estrecha repisa, se ve el lago junto al que dormimos anoche abajo, en el valle. El macizo del Posets, al oeste, destaca, rojizo, iluminado por el sol naciente.
Parece que estemos junto a las enormes raíces de la colosal torre de piedra que se alza ante nosotros. Un gigantesco tronco con su geografía de bloques, fisuras y diedros que asciende hacia el cielo, testimonio de un pasado en el que estas rocas, vivas aún, se alzaron palpitantes de las entrañas de la tierra para formar esta montaña inhiesta. Luego el viento, el hielo, la nieve y el sol las ha ido puliendo bastamente, dándoles forma. Un mundo rugoso al tacto, lleno de líquenes, con fisuras que pueden cortar como cuchillos o ser de tamaños desmesurados.


Como desmesurado es el tamaño de un bloque gigantesco que cuelga asomado al vacío en lo alto de la torre de piedra, en la vertical de nuestra vía, junto al que pasaremos. Debe asomar sus buenos seis metros de la pared, formando un ángulo recto con la vertical. Una losa de muchas toneladas de peso que parece flotar en la cima de la montaña, como una pluma de ave en una suave brisa. Antes de acabar el día esperamos ponernos de pie encima suyo. No creemos que le vayan a molestar unos kilitos de más, como a una lectora del Cosmopolitan.

En unos diez largos minutos llegamos a Benasque. Aterrizamos suavemente junto al cuartel, en la pista. Una médico y dos ayudantes me ayudan a descender. Por cómo se miran y lo poco que oigo de sus palabras a media voz, me doy cuenta de que se palpa la tensión en el ambiente. No es por mi: enseguida ven que lo mío no es grave. El helicóptero ha quedado inservible: no volverá a despegar hoy. Hablan de varias semanas hasta que llegue la nueva hélice. Más tarde el chico de la ambulancia, que habla a menudo con ellos, me dice que es la segunda vez que le pasa a ese piloto, que se rumorea que no tiene a los mandos contentos. Total, por un helicóptercito de nada. Vete tú a saber cuántos se habrán salvado. Del helicóptero, claro.

Los primeros largos son míos. Me calzo los pies de gato, me ato las dos cuerdas al arnés con un nudo del ocho, dejando un palmo de cuerda libre. Bernat me asegura. Subo agarrándome a una fisura que se va estrechando. Veo las marcas blancas en la roca de varios clavos, por encima mío, que han desaparecido. Cuando la fisura se cierra hay que subir en adherencia, poniendo las puntas de los pies planas en la roca y fiándose de que se agarren a las rugosidades de la roca. Coloco un alien, no muy bien, casi de adorno en la pared. Dos metros más allá salta con el movimiento de la cuerda. Sigo ascendiendo, con movimientos cautelosos, inseguro, como objetivo el clavo bajo el techo. Delicadamente reparto el peso entre pies y manos y por fin llego al clavo y me aseguro a él. Primer seguro a diez metros: buena ratio, no vayamos a perder tiempo. Tras respirar varias veces, sigo. Los agarres me llevan a la derecha y supero el techo por un hueco a ese lado. Voy encontrando más clavos y puedo colocar seguros firmes. A paseo con la ratio. Los momentos de máxima vibración parecen haber pasado y voy cogiéndole el tacto a la roca. Aún más a la derecha encuentro la primera e incómoda reunión.
Mis compañeros se reúnen conmigo. Los tres hemos encontrado duro el primer largo, a pesar de que siempre sucede de este modo: el cuerpo debe aclimatarse al lugar, a la roca y cogerles la medida. También hay que coger el tono muscular, estar caliente para los movimientos que demanda la ascensión.


El segundo largo comienza con un pequeño desplome a la derecha, bien asegurado con dos clavos, que supero abriendo las piernas para aprovechar dos agarres laterales. Mi cuerpo adopta una postura triangular, en la que las piernas reciben el peso y las manos pueden buscar asideros para ascender. El largo es una larga e irregular fisura que hay que ir siguiendo, bonito y disfrutón. El sol, que desciende por la pared, viene a encontrarme en la segunda reunión. Celebro su encuentro quitándome la camisa para dejarme envolver por su cálido abrazo.

La médico me atiende. Me palpa la inflamación de la pantorrilla y dice que el peroné podría estar roto. Tengo que ir a Barbastro a hacerme una radiografía. Me limpia las heridas de la pierna con alcohol yodado.
Le pido que me mire la espalda, me molesta algo que he notado clavarse cuando subía al helicóptero. Me quita la ropa y ve un pequeño corte profundo. No es necesario coser, así que me pone unas tiras para unir los bordes de la herida.
Más tarde, enganchado en mi forro polar encuentro clavado un trozo de aluminio enroscado, justo en el lugar de la espalda donde tengo el corte. Recordando cuándo sentí la punzada, concluyo que no puede ser nada más que un trozo de la hélice del helicóptero, que debió romperse al rozar con la roca. Desde luego, eso parece ser. Lo guardo de recuerdo en el cajón de mi mesilla de noche.

Mis compañeros me siguen, disfrutando de la belleza de la escalada, de la bondad de la roca, compacta, amable, tan sólo francamente áspera, surcada de fisuras que nos hacen de agarres. Les veo subir sonrientes, concentrados en su afán por subir. El tercer largo vuelve a ser una maravilla, con fisuras a elegir para ir trazando la ruta de ascenso. Seguros que se colocan con facilidad, movimientos plácidos en la roca, como bailar con una mujer de la que conoces cada centímetro, cada movimiento y sabes cómo va a responder.
Así se van sucediendo los largos centrales de los 300 metros de vía de granito perfecto, con la compañía del aire ligero, el cielo turquesa y la noble roca que nos va desgastando la piel de las manos, de tan abrasiva. Nos vamos quitando ropa y guardándola en la mochila por la compañía del sol, que traza su arco por el cielo. Estamos contentos, unidos en un objetivo común, haciendo lo que nos gusta hacer, con nuestro cuerpo y mente entregados al movimiento.
Bernat lidera. Asciende con desenvoltura varios largos en los que es algo más complicado orientarse bien. Encuentra el rumbo con su brújula de navegante, que le ayuda a seguir la lógica de la ascensión, el camino más obvio a seguir. Se trata de mirar arriba y responder a la pregunta: ¿por dónde habría ido yo de ser el primero en subir por aquí? Si aciertas, vas encontrando los seguros fijos que pusieron para marcar la ruta. Si te equivocas, tienes un problema. A veces puede ser divertido solucionarlo. Otras no.
La roca sigue firme, impertérrita a nuestro paso, como si llevara cientos de años así dispuesta a que intentemos hacerle cosquillas metiendo los dedos en sus huecos. Reímos nosotros por ella, por la belleza del lugar, por la impresión profunda que deja la montaña, tan de cerca, en el alma, por nuestra inútil conquista que nos hace felices…

Nick sube como un rebeco hacia lo alto de la montaña, buscando cobertura para los móviles. Va saltando de roca en roca, como si hubiéramos pasado el día descansando junto al lago. Le perdemos de vista.
Al cabo de un rato vuelve. Ha llamado al 112. El helicóptero está en otro rescate, me vendrán a buscar en cuanto termine. Me empiezo a quedar frío, así que me tapo con toda la ropa que tengo. Me duele la pierna, la tengo muy hinchada. Bernat sufre por Raquel. Estamos tardando mucho y ella no sabe nada.
A la hora aparece el helicóptero y nos busca por la cola del lago. Bernat y Nick se desgañitan gritando. Agitan las camisetas para que nos vean, estamos más arriba, en la base de la pared. Dan varias vueltas y por fin nos localizan. Son unos momentos de angustia.
Se acerca el aparato a una zona llana y baja un guardia civil joven. Me examina la pierna y ve que no podré bajar andando. Avisa por radio al helicóptero. Éste desciende y se queda estático en el aire, con un patín apoyado en un gran bloque y el otro en el aire.
El guardia civil me dice como subir: rodeamos hacia el morro, para evitar las aspas, agachados y subimos. Me incorporo al llegar al helicóptero, me agarro al patín y me levanto. Al subir, éste oscila hacia nosotros y empieza, entre el estruendo de las aspas, a oírse un ruido diferente, como un chirrido de algo que rasca. Acabo de subir deprisa sin saber qué pasa, hay un olor a pólvora en el aire. El guardia civil sube rápido detrás de mí y el helicóptero aún se inclina más.

Los dos últimos largos de la vía son los de la foto que ví. La que nos ha traído hasta aquí. Les pido a mis compañeros si me dejan ir de primero y acceden amables. Así que me voy para arriba a tocar con las manos bien abiertas la piel rugosa que desee sentir bajo mis dedos. La acaricio suavemente mientras subo. Por encima de mí hay un espolón afilado como la proa de un barco. El bloque gigantesco que asoma de la pared, ahora cercano, bien podría ser una vela extendida al viento y casi le grito a la montaña, como haría Picazo: ¡Navega, velero mío!. Todo está tan en su sitio aquí.


Algún paso más duro me obliga a aterrizar en el instante y concentrar mis vuelos líricos en pequeños pasitos suaves en la roca. Paso una reunión de dos clavos, decido seguir. Queda ya bien poco hasta la cima. Una fisura ancha con dos tacos de madera encastados es la última dificultad para llegar al final de la vía, junto al enorme bloque colgante. Me cuelgo con el estribo del cordino deshilachado que sale de ambos y salgo a una amplia repisa. Monto reunión en un gran bloque. Mis compañeros me siguen. Bernat es tan pillo que se le ocurre empotrar los puños en la amplia fisura y consigue sacarla en libre: es el único que libra toda la vía. Nick bastante ha hecho con subir, ha ido encontrándose mal todo el tiempo.
Nos felicitamos y nos fotografiamos encima del gran bloque que, visto desde aquí, parece un trampolín para saltar pared abajo. “A ver a quién le sale un mortal y cae en el lago…” Sin voltereta también sería un mortal. Sin embargo, no hemos salido a la cima aún. Hay que dar un rodeo a la izquierda que nos lleva a unas placas tumbadas, una tirada más que decidimos hacer encordados aunque sea fácil. Tras ella, ahora sí, llegamos a lo alto del pico, a más de tres mil metros de altura. El día se ha ido haciendo mayor y queda mucho por descender, así que apenas nos paramos. Buscamos la canal de bajada, bastante rota. Descendemos cuidadosos, esquivando las piedras sueltas que uno u otro hace rodar hacia la pendiente.
Finalmente llegamos a las pedrizas de la base de la montaña. La tensión del descenso abrupto se relaja. Tranquilos pero cansados, vamos avanzando de piedra en piedra, comentando los detalles del día.
En un salto a un bloque éste, inestable, se mueve debajo mío. Salto adelante para esquivar su caída pero otra roca más pequeña, que sostenía la primera, cae sobre mi pierna, aplastándola contra otra roca de granito. Bocadillo de pierna de escalador a las finas piedras de granito. Afortunadamente las dos caras del impacto eran planas, si llega a ser una arista me habría quebrado la pierna al instante. Aun así el dolor me corta la respiración. Mis amigos vienen a ayudarme. Me siento en la roca que ha caído y Nick me examina la pierna. En pocos minutos la pantorrilla se inflama tanto que parece el muslo. Nick palpa suavemente mientras gira el tobillo a ambos lados. Nota algo que chirría al girar mi pierna, cree que hay algo roto, tibia o peroné. El vivo dolor del principio se va convirtiendo en un pinchazo sordo, profundo, como fogonazos sincronizados con el latir de mi corazón.

Cuando al fin, por la noche, vuelvo a ver a mis amigos, tengo un aparatoso vendaje en la pierna derecha. Me preguntan cómo estoy y me cuentan su aventura. Bajaron acompañados por el guardia civil, que les ayudó con mi mochila. A toda prisa llegaron al valle, reventados de cansancio, por tener noticias mías.
En un momento dado Raquel me mira, seria, y me dice:
“La maniobra que ha hecho el helicóptero era de colapso total. Podría haber caído al suelo. Estás vivo de milagro. ¿Te acuerdas de lo que dijiste subiendo?”
De repente el recuerdo me vuelve fresco como una bocanada de aire al salir a un collado. Me quedo paralizado, helado, lívido.
Cuando subíamos Bernat, bromeando, comentó la paliza que nos íbamos a dar al día siguiente escalando la vía, descendiendo al lago y luego alguna hora más de andar hasta el coche. Añadió sonriendo:
“Ya podrían bajarnos en helicóptero, ¿no?”.
Siguiéndole la broma, le contesté:
“Si tienen que bajar a alguien en helicóptero que sea a mi, que no me gusta andar.” Literalmente.


Hay que tener cuidado con lo que se desea porque a veces los deseos, sin saber cómo, se pueden hacer realidad.


jueves, 19 de mayo de 2011

21-10-11 MONTREBEI: LATIN BROTHERS en la PARED de CATALUÑA.

LA CHICA DE OJOS VERDES

“Cuando sea mayor escalaré la Latin”.
Eso pensé a los treinta y pico años. Y el deseo fue como una semilla que esperó a que llegara su momento para germinar.

Bajamos del autocar en Pont de Montañana. Ella me dijo: “Es por aquí.” Seguí sus ojos verdes y su morena melena rizada. Era toda frescura, toda espontaneidad, toda sentimiento a sus dieciocho años. Me enamoré de ella lentamente, sin darme cuenta.
Anduvimos una hora larga por una carretera en ascenso. Íbamos al congosto de Montrebei, un hermoso lugar. En un breve momento en que escapé al hechizo de su compañía, me di cuenta de que el estrecho, visible en la distancia, se iba quedando al sur. Andábamos rumbo este. Corregimos el error y tomamos la pista correcta. Ésta bordeaba el río durante varios kilómetros.

Pasaba la tarde mientras, con dos mochilas bien cargadas, enfilábamos nuestros pasos hacia el desfiladero labrado por el río en la montaña.
Ella había dicho:”Es un sitio precioso. Podemos pasar el fin de semana.” Era nuestra primera salida juntos; tenía que ser a las montañas.

Ropa de abrigo, sacos de dormir, aislante, kit de supervivencia, frontales, un pollo asado envasado, una botella de vino, una petaca de whisky. No sé dónde creíamos que íbamos. Ya habíamos acampado antes o dormido en un refugio. Llamémoslo inconsciencia o despreocupación. Jóvenes y enamorados, el peso no importaba, lo adecuado tampoco.

El camino se hizo senda tras pasar un puente colgante sobre un barranco. Las sombras se estiraban, la luz anaranjaba mientras, sin dejar de conversar, cruzamos el fantástico pasaje de la roca vertical. Dos caras de roca separadas por un río que fluye abajo, muy lejos. Parece que se quieran besar de lo cerca que están. Una senda labrada en la roca, colgada sobre el vacío.

“Lo he encontrado. Estaba a cinco minutos de aquí.” Ella ya no le escuchaba. Agotada, apoyada en su mochila, sentada en el camino, se había quedado dormida.
Él se había adelantado a ver si encontraba el refugio. Y así éste les acogió, ya de noche cerrada, sin que apenas pudieran observar, noche sin luna, el lugar donde se hallaban.
Hicieron fuego en el hogar. Cenaron en un banco frente a él. Hablaban de ellos mismos mientras el fuego dibujaba sombras en sus caras. Ojos encendidos como ascuas. Luz y sombra. Ilusión y cansancio. Era su primera noche juntos.

La arropó con su saco sin hacer ruido. Luego echó leña al fuego. Al poco de cenar se empezó a encontrar mal, tenía fiebre. Se tomó un termalgin y una infusión caliente y se metió en el saco.
Aún le quedaron fuerzas para beberse, a cortos tragos, un vaso de vino mirando a las llamas. Luego se tumbó en el otro banco, con la hoguera entre los dos.

A la mañana siguiente conocieron Montrebei. Un lugar imponente, majestuoso. Un colosal anfiteatro natural. Dos enormes farallones de roca que bajan a encontrarse al río. La pared de Aragón y la de Cataluña, separadas por la corriente.
Un sendero atraviesa la montaña bordeando el estrecho. Fue labrado en la roca a base de dinamita. Al hacer el pantano de Canelles el antiguo camino había quedado inundado por el agua. Algo más al sur, entre pinos y encinas, mas Carlets, donde habían dormido.

Esa fue la primera vez, hace 20 años, que fui a Montrebei. Luego hubo otras. Conocí la magia de la puesta de sol que tiñe las rocas de naranja. Atravesé el sendero colgado una noche para ir a ver a unas amigas que pasaban la noche en el refugio. Más adelante empecé a escalar y descubrí que aquellas enormes paredes grises y rojas eran surcadas por rutas.

Leí un libro de Antonio García Picazo donde describía las vías de escalada de ambas paredes y los nombres de sus distintas partes: el brazo de Perseo, el Mástil Mayor, la columna de Orión, los Horrores del Montsec, el Pilar Sensible, la columna de Hércules… nombres míticos, que evocan la leyenda y el carácter titánico del lugar.

         “…desmedida, trascendente…la visión es de cegadora belleza, con sus repisas, algunas de ellas colocadas al pie de sus cuevas colgantes y con su magia, que actúa en nosotros con el habitual encanto, silencio y poesía de las más fulgurantes fortalezas rocosas.”
Así describe Picazo, el escalador más lírico, enamorado del lugar, las paredes de Montrebei.

Ni por asomo se me ocurrió que algún día podría escalar en un lugar así.
Además de la leyenda está la realidad: Montrebei es un reducto de la escalada limpia, abierta desde abajo y con las menos expansiones posibles. Escalar allí no es fácil, aunque tampoco hay que ser un superhombre, como dijo Manolo el Grande. Era un escalador habitual de Montrebei que acuñó la frase: “Terradets es para los niños, Regina para los hombres y Montrebei para los superhombres.”
Lo dijo porque, al contrario que en Montrebei, en Terradets la mayoría de vías tiene una línea de parabolts para que los escaladores se aseguren.

Antes o después, siendo escalador, anhelas trepar en Montrebei. Llegó la primera: con Xavi, mi compañero de cordada de toda la vida, fuimos a la Paul-Lalueza, una asequible pero interminable chimenea. Previamente él la había intentado con un amigo inglés pero se bajaron.
Con Nick, un amigo de Foradada, escalador tranquilo y resistente, hacemos un ataque sistemático a algunas de las rutas clásicas fáciles: Diedro Gris y Diedro Audoubert en la pared de Cataluña, CADE y Santiago Domingo en la de Aragón.

Esta última llamada con el nombre del último habitante del abandonado pueblo de l’Estall. Un hombre que hablaba con cualquiera que pasara por su pueblo, necesitado de compañía y afecto. Muchos escaladores se los dimos antes de que se lo llevaran a una residencia de Barbastro.
Volvimos con Bernat, también de Foradada, un gran escalador alpino, a la Miramunda. 


Con Xavi de nuevo hicimos la Montse Clotet, la hija del Paca, que le puso su nombre a la vía. Este escalador llama a sus vías “La festa del Paca” y tiene una abierta en casi cada pared de Cataluña. Roger, el comepiedras, dice que es la única fiesta en la que las cervezas se beben cuando se acaba. Con él subimos la Delfos, otra ruta clásica de la pared de Cataluña.

Tras esas ascensiones me creí listo para intentar la Latin Brothers. Conocía el carácter montrebeiano clásico, con sus fisuras y diedros, donde la oposición y los pasos atléticos suelen ir de la mano. Le había perdido el respeto al mito a base de dejarme –literalmente- la piel en sus rugosidades, haciéndolo mío.

Necesitaba alguien con buena técnica artificial, que yo no tengo: hay dos largos en la vía que deben superarse de ese modo. En escalada hay dos maneras básicas de ascender: en libre, es decir, valiéndote sólo de tu cuerpo para subir. Los seguros se colocan para proteger de una posible caída. En artificial, bien por la gran dificultad o el mal estado de la roca, el escalador emplea los seguros, colocados por él o fijos, para progresar.
Así debía hacerse en esos dos largos de la Latin.

Entonces apareció Jota. Me llevó a practicar artificial varias veces, para enseñarme. Se mueve con desenvoltura en el galimatías de uves, bongs, plátanos, universales y extraplanos (tipos de clavos). Practicamos en alguna vía larga. Viendo lo suelto que iba, le propuse hacer la Latin.
Aceptó. Para él los artficiales. Para mi los tramos libres más duros. Ese era el trato. Cada uno creía poder con lo suyo.

21 de mayo del 2011. 4:30 de la mañana. El despertador iba a sonar a las cinco, pero ya estoy repasando el material que preparé anoche. Dos litros de agua en la nevera. Plátano ( de los de comer) y barritas energéticas. Pantalón corto, camiseta clara. Crema solar. Algo de abrigo ligero para primeras horas. Cuerda, diez cintas largas, juego de camalots hasta el 4 con el 1, 2 y 3 repetidos. Aliens, los que tenemos. Juego de tascones medianos-pequeños. Un estribo. La fifi. Magnesio por si sudan las manos. Pies de gato. Casco. Frontal. Mochila. Reseña de la vía, la del Luichy y alguna más. Deportivas ligeras. Muda para dejar en el coche. Buena previsión de la meteo. Depósito del coche lleno.
Todo pensado y preparado con la precisión de una gran ascensión. Como si fueramos al Himalaya por un día, cerca de casa.

Media hora de aproximación a la pared. Aún tumbado en la cama, la mente sigue su camino. Tras ello, 500 metros de ruta: entre 8 y 11 horas de escalada según subamos de rápido. Para acabar, hora y media de regreso al coche. Sarna con gusto no pica, pero mortifica.

La razón del madrugón es tener horas de luz por delante, ahora que el día alarga. Procurar evitar además las horas de más sol. Antes de las 7 ya es de día y a partir de la 1 el sol da de lleno en la pared. Para entonces confiamos en estar en los largos de artificial, donde por fuerza habrá que frenar la marcha.


El alba de rosados dedos nos encuentra sobre nuestro corcel de hierro, con los trastos en el maletero. Pasamos Àger, remontamos la pista hasta un campo donde acaba. Desde allí se ve ya la pared con las primeras luces del día. A las 7 en punto empezamos a andar con todo lo necesario encima.

Pasamos bajo cordadas francesas en la Nazgul y la Diedro Audoubert: empiezan ahora. En nuestra vía hay alguien en la primera reunión. A pesar de la temprana hora se nos han adelantado. Eso quiere decir adaptarnos a su ritmo y la posible caída de piedras.

Les saludamos. Nos dicen que hacen la vía Incrèduls. Así nos quedamos nosotros por la suerte que hemos tenido. Su ruta se desvía de la nuestra justo donde están ahora. Vía libre.



Desplegamos las cuerdas y ordenamos el material junto a las letras LB picadas en la pared. Jota asciende un primer largo corto y fácil. Le sigo y avanzo, en una tirada que sucesivamente asciende y flanquea a la izquierda varias veces, la última por una bella fisura. Alcanzo a la otra cordada. Son de Terrassa.

Monto mi reunión sobre la suya y al poco marchan pared arriba. Sus voces nos irán acompañando durante toda la ascensión.

En estas primeras tiradas la vía va ascendiendo por una serie de diedros y fisuras interrumpidos por estrechas repisas. La línea más lógica asciende a la izquierda, uniendo tramos horizontales. Es como una sucesión de escalones gigantes.




Una sensación de ahogo nos invade, como si hubiera mucha humedad en el ambiente. Es temprano pero no hace frío. Si más tarde no sopla la brisa vamos a ser dos tostadas. Por ahora la pared nos protege con su sombra.

Al otro lado del río la pared de Aragón se extiende como un lienzo gigantesco colgado del cielo. El sol que entra por el estrecho le ilumina los relieves, destacando las aristas y los pilares. En su centro, aún en la sombra, una barrera de techos rojizos. A sus pies, separado de la pared, el barranco limpio de vegetación que canaliza el agua cuando llueve. Detrás de la muralla, oscuro, el macizo del Turbón. Si nos ponemos de puntillas vemos una montaña triangular nevada a la izquierda. Parece el Posets.



El cuarto largo supera un techo a la derecha y sigue por un diedro en rampa, con oquedades en su centro para las manos. Es un típico pasaje montrebeiano, donde debes usar todas tus tretas de equilibrio, posicionamiento y lectura de los pasos. Asegurarte donde estás cómodo para emplazar un friend o un alien. Tas una corta travesía a la izquierda con un arbolillo encuentro la reunión, con dos parabolts.




Recientemente la vía sufrió un reequipamiento (cambiaron los buriles de las reuniones por parabolts) que a algunos no gustó; así que la desequiparon, la volvieron a equipar con menos material y ahora nadie sabe del todo cómo está la vía. Vamos descubriendo a lo largo del día que, aunque no todas las reuniones tienen parabolts, todas tienen al menos dos seguros de los que parece que te puedas fiar, sea un clavo, un buril, una sabina, un árbol o un parabolt. Tan sólo reforzamos con un friend la R8, bajo el primer A1.



Jota encabeza una tirada con un techo de 6a. Al superarlo, le patina un pie y descarga todo su peso en la mano derecha. La da un fuerte tirón y siente dolor. Se recoloca y decide seguir aunque le duele. Lo propongo pararnos y pensar qué hacer. Ni me contesta.



Dos largos algo más sencillos nos dejan bajo el primer A1. Jota coge todo el material y empieza a subir tranquilo por una fisura con la roca algo rota. Coloca un tascón, lo asegura, pone la fifí, se cuelga, pasa el estribo y descarga el peso en él. Va alternando una cuerda en cada seguro.



































Le miro avanzar lentamente con su ciencia de la paciencia, preciso en sus movimientos, atento a repartir el material entre los metros que le quedan. El sol va ascendiendo lentamente por la pared, como si fuera otro escalador que viene a reunirse con nosotros. Cuando Jota canta reunión para que suelte las cuerdas, el primer rayo de sol toca mi casco. Son la 1 en punto.

Subo. Secretamente albergaba la idea de probarlo en libre. Voy encontrando asideros mientras recupero lo que Jota fue poniendo. Bailo a un lado y otro de la fisura, buscándole las formas, empotrando mis dedos. A pocos metros de la reunión tengo que desistir: los brazos no me aguantan y viene el paso más duro, al que no acierto a verle el modo de franquearlo.




Descanso en la reunión. Jota se duele de la mano.Le cuesta izarse con la derecha, me pide que le proteja bien los pasos. Así lo hago y tiro un breve largo hasta una repisa que atraviesa la pared horizontalmente. Él la sigue a la derecha, yendo a buscar una fisura que nos llevará a los muros superiores.
Empezamos a estar cansados, a pesar de haber ido bebiendo y comiendo algo en los descansos. El día es espléndido, un suave viento nos acompaña. Las nubes blancas se recortan contra un limpio cielo azul empujadas por la brisa del oeste. No hace calor pero llevamos ya muchas horas en la pared.

Llegamos al siguente largo de artificial. Hace rato que sabemos que será más fácil salir de la pared por arriba que por abajo. Hay menos distancia y las maniobras para hacerlo son menos arriesgadas. Éste puede ser el escollo final, la llave para librar la vía y salir, como marineros que van a otear el horizonte, a lo alto del Mástil Mayor.

Jota se aplica, dice que un trato es un trato, le duela la mano o no. Coloca un primer friend en la fisura, lo encinta, pasa la cuerda. Se coge a un reborde rocoso, coloca otro friend. Ve la roca algo suelta. "Supongo que aguantará..." dice. Lo encinta, se cuelga de él. Pone el estribo y cuando iba a ascender... le veo pasar a mi lado hacia el vacío. En décimas de segundo, sin tiempo de reaccionar ninguno de los dos. Sin saber cómo, me encuentro izado hasta la reunión. Cuando le miro, cuelga cabeza abajo tres metros más allá.
"¿Estás bien?" le digo, tras revisar el seguro y los anclajes. "Sí," dice girándose, "se ha roto la roca." 

El primer friend que colocó le ha parado la caída. Se reincorpora, mira que todo esté en su sitio. No se ha hecho daño. Vuelve a subir. Todo queda en un susto.


Un buen rato después consigue salir del estrechamiento final de la ancha fisura y se cuelga de un clavo allí emplazado. Enlaza varios pasos seguidos ayudándose de unos cordinos. Por fin, sin haber colocado ni un clavo de los que lleva, llega a la reunión.

La certeza de sabernos capaces de salir por arriba nos hace invertir las pocas fuerzas que nos quedan. Cogiéndome a todo lo que emplazó y recogiéndolo me reúno con él. Ahora me toca a mi: flanqueo una placa fina a la derecha. Se ve el final de la pared en lo alto, no queda mucho. En estos últimos largos la roca no es muy firme, hay que tantearla con cuidado, pero las dificultades desaparecen. Tan sólo hay que mantener la cabeza fría, no dejarla emborracharse de cansancio, que quiere acabar de una vez, y andar con tiento buscando el camino más sólido.
 


Monto reunión en un árbol después de un zig-zag. Jota me sigue. Veo su cabeza ascender entre matojos, con el gran vacío a nuestros pies. El sol brilla en el agua, lejos, allá abajo.


El último largo flirtea con una fisura-chimenea para dejarme suavemente en la cima. Recupero las cuerdas. Tengo ganas de sentarme y quitarme los gatos que me están torturando, pero más ganas debe tener Jota de pisar suelo horizontal.


Cuando llega a la cima nos abrazamos. Agotados pero felices. Son las 7 en punto de la tarde. Una hora redonda para acabar una gran vía. Larga y dura, bella y sinuosa.

La tarde se vuelve tranquila una vez nos sentamos en la cima. Hay nubes grises sobre el Pirineo, pero el sol brilla al oeste.

No nos demoramos mucho en la cima. No creíamos acabar tan tarde. Queda un buen rato de andar hasta el coche.


Doblo las cuerdas con la mirada perdida en el horizonte. Repaso los momentos más intensos, los que han quedado grabados en mi memoria: la incerteza de los primeros largos, el no saber si seguiríamos el rumbo correcto o si la vía nos quedaría grande; la belleza del tercer largo, una fisura anaranjada, bien protegida, de bellos gestos para franquearla; la dureza del cuarto, mantenido, con pasos atléticos, de reservar fuerzas y autoprotegerse cuando se está bien colocado; el cielo limpio todo el día, nubes blancas surcando un brillante paño azul; la ascensión de Jota de tascón a friend o al revés: paciente, firme, sereno, seguro de sí mismo, sin poner un clavo, a pesar del dolor en la muñeca, a pesar de la caída; la suave rugosidad de algunas placas grises con surcos labrados por el agua; un árbol centenario que hunde sus raíces en la pared, viviendo del aire, de la luz, de la lluvia que se desliza por ésta; finalmente la llegada a la cumbre, tan distintos a los que hace mil horas empezaron la vía...sin ganas de celebrar nada.





Al día siguiente un sarpullido cubrirá mi brazo derecho, mi pecho, mi barriga. ¿Alergia? Mi cuerpo me dice que he tenido sobredosis de aventura. Empacho de escalada. Montrebeitis.
El cansancio, los granos, las rascadas me durarán varios días. A la vez una creciente sonrisa iluminará mi rostro al recordar la roca naranja, el azul del cielo y el viento en el pelo.


Miro desde lo alto de la pared. Veo el tejado de mas Carlets entre los árboles, junto al sendero que serpentea abajo. Recuerdo aquella primera noche en Montrebei con la chica de ojos verdes y melena rizada. El brillo en sus ojos. La emoción en sus palabras. ¡Qué distinta fue la noche a cómo la había imaginado!. Tantas veces me ha ocurrido luego en la vida, que las cosas no han sido como creía. La realidad siempre se impone sobre lo imaginado. Y todo es digno de ser vivido.


¿Dónde estará ahora? ¿Qué hará la chica de ojos verdes? Tal vez no tenga la emoción ni la ilusión de antaño. Tal vez sea una hermosa mujer madura, más delgada que antes, sin su bella melena morena. Tal vez ahora tenga el pelo corto y más canas que antes y esté algo baqueteada por la vida, buscándose a sí misma.

Tal vez haya alguien que la quiera, tal vez no del todo como ella quisiera. Tal vez se hayan ido haciendo el uno al otro como el árbol de la vía, nacido en una grieta, moldeado por los huecos en la roca, por la luz y el viento.

Tal vez menos brillantes sus ojos pero más profundos. Tal vez más silencios entre ellos pero más preñados de sentido. Tal vez enamorados pero no como creían que era el amor. Tal vez le haya dado aún más amores que el suyo, los de dos cuerpos pequeños y tiernos, que van creciendo junto a ellos. Dándoles tanta vida.


Tal vez esté paciente con ellos mientras él escala. Comprensiva, entendiendo que a veces se siente como un pájaro enjaulado en la rutina y necesita el sonido del viento en sus oídos, la luz del espacio infinito en sus ojos, el tacto de la roca áspera en sus dedos, el sabor de la libertad.


Tal vez preocupada por si le pasara algo, por si no volviera, cómo podrían ellos entenderlo. Tal vez comprenda su pulsión, su anhelo, cuando él regresa, con los ojos brillantes como aquella primera noche frente al fuego, con la sonrisa en el alma, tan lleno de vida y tan deseoso de contarla.


Tal vez más calvo, más silencioso que antes, más esquivo, por que también la vida le ha quitado color y brillo, como un cordino al sol en un puente de roca.


Tal vez se encuentran aún, en el fondo de sus ojos, cuando se miran, aquel aprendiz de escalador y aquella aprendiz de poeta y su amor vibra en la mirada. Tal vez se hagan viejos el uno junto al otro y su amor siga brillando, fugaz pero intenso, ahora que comparten otros amores además del amor por las montañas.



viernes, 8 de abril de 2011

GAM de DIABLES en MONTSERRAT.


"Vía soberbia, grandiosa y elegante que asciende por todo el medio de la pared nord de Diables".

Una frase así es como un rebaño de ovejas cruzando la carretera frente a tu coche: te obliga a detenerte. Sobretodo si eres un escalador de vías largas. Si sabes que es una cara norte, de las más largas de Montserrat. Una frase así es como una picada de pulga: te produce tal comezón que necesitas aliviarla.

El tiempo en que vivimos cultiva la inmediatez y el alivio. Fue suficiente teclear "GAM de Diables" en Google para tener dos acertadas reseñas de la vía, con descripción de dificultad y seguros además de una buena cantidad de fotos.

 Eso nos da más material para que el deseo haga presa en nosotros. Básicamente porque el mapa no es el territorio. Quieres saber a que equivalen en la roca los trazos del croquis, quieres conocer los diedros y fisuras reseñados y pruebas a imaginarlos una y otra vez. Pero la sed quiere agua.

Antiguamente había que localizar a alguien que la hubiera ascendido o preguntar en el centro excursionista a los más experimentados: recabar información de aquí y de allá, más o menos incompleta. Podías, tal vez, hacerte una idea imprecisa de la dificultad y el estado de la vía.

Antaño las cosas eran más lentas y había que esforzarse mucho para conseguirlas. Había más distancia entre el deseo y su consecución, cosa muy sana para el ego. Había que pasarse horas y días mirando una pared para encontrarle el camino de menor resistencia, la línea más lógica de ascensión.

Era necesario mucho empeño para juntar a un grupo de escaladores de la sección del Grupo de Alta Montaña (G.A.M.), unir esfuerzos, material y arrojo como para enfrentarse a una pared poco frecuentada, tan temible. Una pared llamada de Diables (diablos) por las caras de esos seres que pueden verse en el relieve de sus líneas con la luz y sombra adecuada. Un nombre que evoca además el temor ante una verticalidad severa.


(foto extraída del blog de Armand Ballart: Teràpia Vertical)


Había que esperar a que otra cordada, la de Manel Cervera y David Vergés, se bajaran de la vía bloqueados por el gran techo de 12 metros al que les habían conducido las debilidades de la pared. Un techo visible desde kilómetros de distancia. No es que no supieran que estaba ahí.

Ocho años de paciencia. Una línea olvidada o un proyecto en maduración. Ocho años después de aquel primer intento, consiguieron completar la vía un equipo de dos cordadas que unieron la parte inferior, ya abierta, con la superior, que prepararon previamente desde arriba. Fue la primera vez que se haría de ese modo en Montserrat.

Había que tener impulso y tesón para volver a ascender ese camino ya franqueado con una idea en mente. Una idea clarividente, una tirada maestra. Igual que hizo Alejandro con el nudo gordiano, imposible de deshacer. Cogió su espada y lo cortó por el medio.

Así lo hicieron. Burilaron el techo de un extremo a otro. Desde su base hasta la punta para superarlo en técnica artificial, es decir, colgados de los seguros en el vacío y con la ayuda de estribos.

Como una polilla boca abajo posada en el techo de la cocina, atraída por la luz del fanal.

Avanzando paso a paso, metro a metro, con el gran vacío a sus pies. Más de 150 metros de aire entre los pies y el suelo. Hasta que, en el puro borde de la roca la vertical vuelve a imponerse y da paso a otros diedros. Tras un esfuerzo final para salir a la placa, los pies vuelven a encontrar dónde posarse.

Eso fue hace más de 40 años. Con los materiales de entonces: mosquetones de hierro, cuerdas de algo poco mejor que el cáñamo, botas en vez de los modernos pies de gato. La primera ascensión la realizaron Remi Bresco, Lluís Costa, Ramon Galí i Salvador Ubach en diciembre de 1970. La cordada de Remi Bresco y Ramon Galí, en tres intentos, consiguen superar el gran techo, paso clave de la vía. Tras dos días en la pared se les une la cordada de Salvador Ubach y Lluís Costa. Ayudándose mutuamente consiguen llegar a la cima y completar la vía.  Lo que hicieron, como lo hicieron y con lo que lo hicieron es digno de admiración.



La ascensión hoy en día es un pequeño reto para el escalador actual, hijo de su tiempo, poseedor de material técnico y en buena forma física. No deberá dormir en la pequeña cueva de la segunda reunión o en la repisa bajo el enorme techo, como era habitual años después de su primera ascensión. Entonces tan sólo un puñado de experimentados escaladores, buenos conocedores de la zona, se atrevían a intentarla.

Es un buen ejemplo del enorme cambio sufrido en la escalada en los últimos cuarenta años, básicamente por la evolución del material y la gran difusion existente. Casi parece una falta de respeto a los primeros ascensionistas el subir la vía en tan sólo unas horas. Sin embargo, es una manera de comprender la vía en su esencia, de sentirla en tus manos, de rendir homenaje al acierto de unos hombres duros y tenaces. Hombres con la habilidad suficiente para despejar la incógnita del techo y salir triunfantes a la cima de la pared. Que no contaban con la ligereza de nuestro material. Ni con la ayuda de los parabolts, seguras fijaciones ancladas en la pared para proteger de una caída o ayudar en la progresión. No tenían aliens, ni camalots, ni falta que les hacía.

Nosotros sí y buen uso que hicimos de ellos.

Mi compañero de cordada, conocido por Jota o el Maño es alguien locuaz, sólido y polivalente en la pared. Pese a ser alto y fuerte no es corpulento, sino ágil. Se mueve como una ardilla. Unas semanas antes me había traído a Montserrat, su escuela de juventud, a ascender otra gran vía a la pared de Diables, la Sánchez-Martínez. Para mi fue como una revelación: una vía espléndida, con un gran ambiente y escalada muy variada (chimenea, fisuras, placas bajo techos anaranjados, conglomerado montserratino) La propuesta fue volver a la pared de Diables a por la GAM.

Un día de finales de marzo del 2011 nos acercamos a las montañas que son el símbolo de Cataluña. La niebla estaba pegada a la pared pero no era espesa. El frío no era excesivo pese a ser una cara norte. No es la época más común para escalarla pero lo creímos factible. Preparamos el material y las cuerdas e hicimos la aproximación a la pared. Lo leído y visto en casa va cobrando forma: los relieves se acentuan al ir acercándonos a la pared, su tamaño gigantesco nos pone rápidamente en nuestro sitio: dos hormigas frente a una casa de dos pisos. Las hormigas, no obstante, suben mejor.


Lentamente se van sucediendo los pormenores de la ascensión.

Pese a que mi compañero ya había escalado esta ruta hace 15 años ( o por ello...) no encontramos la entrada. Empezamos a escalar por donde creemos que va. Jota encuentra una línea de antiguos buriles y la sigue, tal vez más a la derecha de la ruta. Hay una canal con unos arbolillos pero la roca no es firme, se le queda entre los dedos. La línea de buriles le deja en mitad de una placa, sin más seguros visibles hacia arriba.

Las habilidades de un patrón de velero son necesarias en este tipo de escaladas: desplegar las velas, otear el horizonte y las crestas de las olas para saber de dónde sopla el viento y cómo encontrar el rumbo.

Mi compañero flanquea varios metros a la izquierda, pasa por debajo de un gran desconchado y monta reunión en una repisa con un árbol y un buril. Ve la línea aún más a la izquierda. Un pequeño diedro y una línea de parabolts confirma que entramos en ruta.



Llego hasta él siguiendo el camino que me ha marcado. Recojo el material colocado en la pared y le alcanzo. Vuelve a tirar él de primero de cuerda: quiere ponerse en la vía. Le paso el material recogido y sube al diedro. En unos pocos metros llega a lo que era la primera reunión, tras un flanqueo de presas finas, y se asegura a los firmes parabolts. Le sigo y me pongo en cabeza.

Así se van sucediendo las tiradas: uno recoge lo que el otro usó para asegurarse y al revés. Intercambiamos instrucciones sencillas y claras convenidas de antemano: escalando es necesario tener claro lo que se hace en cada momento. Tan sólo en las reuniones, bien anclados, comentamos abiertamente los detalles de la ruta.

El largo siguiente es hermoso: un diedro anaranjado con una fisura que es la clave para ascenderlo. Escalada de diedro, con oposición, técnica de bavaresa.... nombres extraños para unos movimientos que surgen naturalmente, espontáneamente. Es como una ecuación que nuestro cuerpo resuelve sin necesitar pensarla. Te colocas, ves los agarres y sabes lo que tienes que hacer. Sin más.



Voy pasando material de todas las épocas en la fisura: clavos, algunos oxidados y otros nuevos, tacos de madera encastados en la fisura con el cordino descolorido, también brillantes parabolts. Me aseguro a ellos colocando una cinta y pasando la cuerda por el mosquetón inferior. Donde puedo me autoaseguro colocando friends en la fisura.

La reunión es en una cueva donde caben varias persona agachadas. Llega Jota. Risas y bromas: la concentración y la camaradería van de la mano en este quehacer. Sigue él, me pasa su cámara para retratarle con el Cavall Bernat al fondo: "vaya... ¡cómo recortas silueta!...". Una placa en artificial y sigue otro diedro en tendencia a la izquierda. El próximo es semejante al anterior, un diedro quizás algo más abierto que asciende, de nuevo, a la izquierda.



La niebla ha desaparecido con el calor del sol. El cielo brilla azul, despejado. Tan sólo hay alguna nube hacia el oeste. El suelo se ve desdibujado: según vamos ganando altura perdemos la referencia del tamaño de las cosas. Vemos la alfombra de vegetación abajo, la carretera por la que pasa algún coche, pequeño como un escarabajo. El vacío va ensanchándose a nuestros pies conforme ascendemos.

Tras cinco largos de cuerda los diedros se terminan. Llegamos a una ancha repisa con seguros de todas las épocas unidos por un viejo alambre. Encima nuestro está el gran techo, a un largo de distancia. Largo que gestiona Jota con destreza de fifi, estribos y plaquetas recuperables. Se alternan seguros viejos y nuevos: de los necesarios nos colgamos.



El largo siguiente es el Techo, con mayúscula. Me toca hacerlo y no lo pienso mucho, no vaya a ser que me quede paralizado. Mi estrategia para hacer frente a los momentos de máxima vibración es concentrarme en lo que estoy haciendo. Respirar hondo. Un paso detrás de otro.

El primer tramo es fácil, me dice Jota, V+. Va por la placa dónde nace el gran techo. Una línea de parabolts te conduce hasta el borde, dónde no queda más remedio que encarar el desplome. Yo no le escucho. Voy atento, sin dejar fisuras entre un pensamiento y el siguiente. Pongo una cinta, me cojo, paso la cuerda, avanzo, pongo otra en el próximo seguro. Cuando desploma saco el estribo, que entra en la danza del orden perfecto: pongo una cinta, paso la cuerda, me subo al estribo, me chapo a la siguiente. Así, haciendo lo que tengo que hacer en cada momento, llego con ligereza al borde del techo.




Allí encuentro una cinta característica, que conozco bien. Debió ser olvidada por Roger, el comepiedras, cuando hizo esta misma vía en noviembre del año pasado. La última cordada de la temporada anterior y la primera de ésta han sido lleidatanas. La uso para asegurarme. Mi compañero la recogerá luego para devolvérsela.

Sólo allí, a punto de salir ya a la placa, miro abajo. Veo mis pies, colgando, la pared que desciende y el espacio vacío. La altura vuelve borrosos los detalles del suelo. Por un momento parece que se detiene el tiempo...pero no. Los pájaros cantan, la pared está ahí, Jota me hace una foto en el borde. Sigo subiendo. Canto reunión y es su vez. Recupero las cuerdas y enseguida se reúne conmigo.



El largo siguiente es suyo. Ahora la ruta cambia de tendencia, como las elecciones. Después de bastantes largos con tendencia a la izquierda, ahora la vía va a la derecha hasta casi la cima. Es un largo de ir enhebrando diedros y placas con nuestra cuerda dónde puedes perderte fácilmente en las olas de roca... Jota enfila el rumbo hábilmente.

Tiro yo en una placa lisa. Una fisura en un diedro diagonal  que me acompaña a la izquierda me deja asegurarme. Hay clavos emplazados, algún parabolt en la placa, de vez en cuando entra un alien o un friend en las oquedades de la fisura.



Las manos se van llenando de las rugosidades de la roca, adaptándose a ellas, buscándoles la postura. Cada agarre tiene un mudra: una posición de los dedos que lo complementa. El escalador lee la roca con las manos como un ciego lee en braille. Encontrado el gesto, el cuerpo se afianza y se mueve hacia adelante, a leer el próximo paso, buscando constantemente...

En la reunión viene el descanso, la pausa, se asola lo aprendido con los dedos mientras se asegura al compañero que baila ahora en la roca.

Sístole y diástole. Acción y reposo se suceden en ciclos repetitivos como, en gran escala, el día y la noche. Verano e invierno. Sintonizamos con un ritmo que está en todo a nuestro alrededor y pasamos a formar parte de ello. Como las hormigas, seguimos ascendiendo, lentos pero constantes, con un objetivo: la cima. O el hormiguero.



Aún un largo se endereza y Jota se pelea con un tramo bien vertical, con buenos agarres. Coloca varios seguros. Por fin la pared cede verticalidad y se inclina hacia adelante. Es la última tirada hacia la cumbre. La dificultad se suaviza pero seguimos atentos, hay piedra suelta.


Finalmente suelo bajo nuestros pies. Llega el compañero. Chocamos las manos mirándonos a los ojos. Alegres. Emocionados. Nos volvemos para contemplarlo todo.

Creo que muchas ascensiones nacen por la voluntad de vivir este momento: esos instantes de plenitud que experimentamos ahora en la cumbre. Satisfechos, ufanos, orgullosos. De estar ahí. De ver la vista. Sorbiendo el paisaje a grandes tragos. Nos hemos ganado el privilegio de hacerlo. Es nuestro premio.



Suele haber unos instantes de silencio compartido, como queriendo prolongar el momento. Aquí hasta el viento frío es perfecto. Hay tiempo también para unas fotos.

Al rato acaba imponiéndose el cansancio, o el hambre, o la sed, o el frío, o la cercana puesta de sol. Las ganas de bajar. Aquello que nos hizo subir nos pide descender, por más idealistas que queramos ser. Cumplida la meta, volvemos guardando esos instantes preciosos en la memoria. Pasada la magia viene el momento de rememorarla. Bajando vuelven las ganas de hablar y comentamos las jugadas.

Descendemos por la canal dels avellaners después de comer unas barritas y cambiar el calzado de escalada por unas deportivas. La pendiente es pronunciada y vamos agarrándonos a los troncos de los árboles, altos y delgados que se alzan buscando la luz. Jota me cuenta que hay otro descenso más allá al que llaman la canal del mejillón: al parecer abundan por el suelo, entre los árboles. Tiempo atrás había un restaurante en lo alto del precipicio del que ahora bajamos.

Uno no sabe nunca las sorpresas que puede encontrarse cuando decide echarse a los montes y probar la ascensión de una gran ruta clásica de Montserrat. Una vía soberbia, grandiosa en su relieve, gestación y ambiente. Una vía lógica y elegante, una vía para recordar cuando seamos viejos y, tal vez, nos tiemblen las manos o nos queden engarfiadas por tantos años subiendo paredes. Una vía para volver a ascender con la memoria recostados en el sofá, con una manta cubriéndonos las rodillas o rodeados de nuestros nietos.

Es posible que pensar que subimos por ahí sea una razón, banal o no, para justificar nuestra existencia.

(Cavall Bernat con una cordada llegando a la cumbre)